sexta-feira, 31 de dezembro de 2010

SHAKESPEARE




Tradução de Rogel Samuel



Daquelas belas criaturas retorno ansiamos,
A que suas belezas nunca morram
E quando cair do tempo o Outono
Guardemos na memória sua herança.

E Tu, que só teus belos olhos amas,
Te alimentas apenas de tua própria chama
E produzes fome onde abundância existe
Por que teu suave ser é tão adverso?

Pois és do mundo agora o ornamento
És o único cantor da primavera
E recusas em ti o teu contentamento

Egoísta da natureza que há contigo
Do mundo não tens piedade, nem lamentas
Se colher no chão do túmulo o que te foi servido



LA POESIA DE
WILLIAM SHAKESPEARE
Jorge Luis Borges
.

«Shakespeare que tantos hombres fue, Shakespeare, que fue Macbeth y fue el rey Duncan, acuchillado por Macbeth, Macduff que mató a Macbeth, solía despojarse de esas máscaras que la forma dramática le imponía y ser William Shakespeare. En 1609 apareció su único libro íntimo, que consta de ciento cincuenta y cuatro sonetos y del poema titulado A Lover's Complaint (La queja de un amante). La impersonal portada sugiere que otro, no Shakespeare, fue el editor. Leemos así: Sonetos de Shakespeare, nunca hasta ahora impresos. La obra está dedicada al señor W.H., único padre (literalmente engendrador) de los siguientes sonetos .

La obra es intrincada y oscura, precisamente porque es íntima. Nos depara fragmentos cuyo contexto no será revelado, nos deja oír respuestas a preguntas cuya respuesta siempre será dudosa.

Estas incertidumbres, que han inspirado muy diversas hipótesis entre ellas una de Oscar Wilde, sugieren el suplicio de Tántalo, condenado, según se sabe, a morir eternamente de hambre y de sed, entre fuentes y frutas. Felizmente, esa analogía es del todo falsa. El espectáculo de las aguas y de las frutas no podían satisfacer el apetito de Tántalo: el lector puede prescindir del incierto sentido de los sonetos, y deleitarse con su música y sus imágenes. Citemos este ejemplo:


Music to hear'st zhou music sadly?
Sweet with sweets war not, joy delights in joy
El sentido es baladí; la forma es espléndida. Busquemos otro:

Not mine own fears, nor the prophetic soul
Of the wide world dreaming on things to come
Nuestra fe en el anima mundi, nuestro juicio, favorable o desfavorable, del panteísmo, nada, absolutamente nada, tienen que ver con la vasta y vaga majestad de las líneas citadas.
Transcribamos otro pasaje, que no me animo a traducir:


No, Time, thou shalt no boast that I do change;
Thy pyramids built up with newer might
To me are nothing novel, nothing strange,
They are but dressings of a former sight.
Se advierte en estos versos una alusión a la doctrina del tiempo circular, que profesaron los pitagóricos y los estoicos y que San Agustín refutó. También puede advertirse que Shakespeare descreía de novedades.
Técnicamente los sonetos de Shakespeare son, es indiscutible, inferiores a los de Milton, a los de Wordsworth, a los de Rossetti o a los de Swinburne. Incurren en alegorías momentáneas, que sólo justifica la rima y en ingeniosidades nada ingeniosas. Hay, sin embargo, una diferencia que no debo callar. Un soneto de Rossetti, digamos, es una estructura verbal, un bello objeto de palabras que el poeta ha construido y que se interpone entre él y nosotros; los sonetos de Shakespeare son confidencias que nunca acabaremos de descifrar, pero que sentimos inmediatas y necesarias.

Según el dictamen de Walter Pater, todas las artes aspiran a la condición de la música; parejamente, en el caso de estos sonetos, importa menos el dudoso sentido que la manifiesta hermosura. Swinburne los llama documentos divinos y peligrosos; se refiere, tal vez, a lo menos importante que puede darnos, el testimonio de una anormalidad que es asaz común y que no justifica ni la ostentación ni el oprobio.

El soneto isabelino consta de tres cuartetos decasílabos de rima cambiante y de un dístico rimado. Esta forma, ahora no menos grata a nuestro oído, se ha difundido por el mundo; baste recordar ciertas composiciones de La urna (1911) del injustamente olvidado Enrique Banchs. De los ciento cincuenta y cuatro sonetos del texto original, Manuel Mújica Láinez ha traducido con maestría cuarenta ocho. »




TRADUZIR SHAKESPEARE

Rogel Samuel

Canta o texto original de Shakespeare:

From fairest creatures we desire increase,
That thereby beauty’s rose might never die,
But as the riper should by time decease,
His tender heir might bear his memory:
But thou, contracted to thine own bright eyes,
Feed’st thy light’s flame with self-substantial fuel,
Making a famine where abundance lies,
Thyself thy foe, to thy sweet self too cruel
Thou that art now the world’s fresh ornament
And only herald to the gaudy spring,
Within thine own bud buriest thy content
And, tender churl, mak’st waste in niggarding.
Pity the world, or else this glutton be,
To eat the world’s due, by the grave and thee.

Foi traduzido por Ivo Barroso assim:

Dos seres ímpares ansiamos prole
Para que a flor do belo não se extinga,
E se a rosa madura o Tempo colhe,
Fresco botão sua memória vinga.
Mas tu, que só com os olhos teus contrais,
Nutres o ardor com as próprias energias
Causando fome onde a abundância jaz,
Cruel rival, que o próprio ser crucias.
Tu, que do mundo és hoje o galardão,
Arauto da festiva Natureza,
Matas o teu prazer inda em botão
E, sovina, esperdiças na avareza.
Piedade, senão ides, tu e o fundo
Do chão, comer o que é devido ao mundo.

A tradução de Manuel Mújica Láinez é:

De los hermosos el retoño ansiamos
para que su rosal no muera nunca,
pues cuando el tiempo su esplendor marchite
guardará su memoria su heredero.
Pero tú, que tus propios ojos amas,
para nutrir la luz, tu esencia quemas
y hambre produces en donde hay hartura,
demasiado cruel y hostil contigo.
Tú que eres hoy del mundo fresco adorno,
pregón de la radiante primavera,
sepultas tu poder en el capullo,
dulce egoísta que malgasta ahorrando.
Del mundo ten piedad: que tú y la tumba,
ávidos, lo que es suyo no devoren.



Sonnet 30



by William Shakespeare
When to the sessions of sweet silent thought
I summon up remembrance of things past,
I sigh the lack of many a think I sought,
And with old woes' new wail my dear times waste:
Then can I drown an eye, unused to flow,
For precious friends hid in death's dateless night,
And weep afresh love's long since cancelled woe,
And moan the expense of many a vanished sight:
Then can I grieve at grievances foregone,
And heavily from woe to woe tell o'er
The sad account of fore-bemoanéd moan,
Which I new pay as if not paid before.
But if the while I think of thee, dear friend
All losses are restored and sorrows end.

Soneto



by William Shakespeare



Shall I compare thee to a summer's day?
Thou art more lovely and more temperate:
Rough winds do shake the darling buds of May,
And summer's lease hath all too short a date:
Sometime too hot in the eye of heaven shines,
And often is his gold complexion dimmed;
And every fair from fair sometime declines,
By chance, or nature's changing course untrimmed;
But thy eternal summer shall not fade,
Nor lose possession of that fair thou owest,
Nor shall death brag thou wanderst in his shade,
When in eternal lines to time thou growest;
So long as men can breathe, or eyes can see,
So long lives this, and this gives life to thee.

WILLIAM SHAKESPEARE
48 SONETOS DE AMOR
Tradução de
Manuel Mújica Láinez



I
De los hermosos el retoño ansiamos
para que su rosal no muera nunca,
pues cuando el tiempo su esplendor marchite
guardará su memoria su heredero.
Pero tú, que tus propios ojos amas,
para nutrir la luz, tu esencia quemas
y hambre produces en donde hay hartura,
demasiado cruel y hostil contigo.
Tú que eres hoy del mundo fresco adorno,
pregón de la radiante primavera,
sepultas tu poder en el capullo,
dulce egoísta que malgasta ahorrando.

Del mundo ten piedad: que tú y la tumba,
ávidos, lo que es suyo no devoren.


II
Cuando asedien tu faz cuarenta inviernos
y ahonden surcos en tu prado hermoso,
tu juventud, altiva vestidura,
será un andrajo que no mira nadie.
Y si por tu belleza preguntaran,
tesoro de tu tiempo apasionado,
decir que yace en tus sumidos ojos
dará motivo a escarnios o falsías.

¡Cuánto más te alabaran en su empleo
si respondieras : - « Este grácil hijo
mi deuda salda y mi vejez excusa »,
pues su beldad sería tu legado!

Pudieras, renaciendo en la vejez,
ver cálida tu sangre que se enfría.


III
Mira a tu espejo, y a tu rostro dile:
ya es tiempo de formar otro como éste.
Si no renuevas hoy su lozanía,
al mundo engañas y a una madre robas.
¿Quién es la bella del intacto seno
que tu cultivo marital desdeñe?
y ¿quién tan loco para ser la tumba
de un amor egoísta sin futuro?

Tu madre encuentra en ti, que eres su espejo,
la gracia de su abril, su primavera;
así, de tu vejez por las ventanas,
aunque mustio, verás tu tiempo de oro.

Mas si pasar prefieres sin memoria,
muere solo y tu imagen morirá.


IV
Derrochador de encanto, ¿por qué gastas
en ti mismo tu herencia de hermosura?
Naturaleza presta y no regala,
y, generosa, presta al generoso.
Luego, bello egoísta, ¿por qué abusas
de lo que se te dio para que dieras?
Avaro sin provecho, ¿por qué empleas
suma tan grande, si vivir no logras?

Al comerciar así sólo contigo,
defraudas de ti mismo a lo más dulce.
Cuando te llamen a partir, ¿qué saldo
podrás dejar que sea tolerable?

Tu belleza sin uso irá a la tumba;
usada, hubiera sido tu albacea.


V
Las horas que gentiles compusieron
tal visión para encanto de los ojos,
sus tiranos serán cuando destruyan
una belleza de suprema gracia:
porque el tiempo incansable, en torvo invierno,
muda al verano que en su seno arruina;
la savia hiela y el follaje esparce
y a la hermosura agosta entre la nieve.

Si no quedara la estival esencia,
en muros de cristal cautivo líquido,
la belleza y su fruto morirían
sin dejar ni el recuerdo de su forma.

Mas la flor destilada, hasta en invierno,
su ornato pierde y en perfume vive.


VI
No dejes, pues, sin destilar tu savia,
que la mano invernal tu estío borre:
aroma un frasco y antes que se esfume
enriquece un lugar con tu belleza.
No ha de ser una usura prohibida
la que alegra a quien paga de buen grado;
y tú debes dar vida a otro tú mismo,
feliz diez veces, si son diez por uno.

Más que ahora feliz fueras diez veces,
si diez veces, diez hijos te copiaran:
¿qué podría la muerte, si al partir
en tu posteridad siguieras vivo?

No te obstines, que es mucha tu hermosura
para darla a la muerte y los gusanos.


VII
¡Ve! si en oriente la graciosa luz
su cabeza flamígera levanta,
los ojos de los hombres, sus vasallos,
con miradas le rinden homenaje.
Y mientras sube al escarpado cielo,
como un joven robusto en su edad media,
lo siguen venerando las miradas
que su dorada procesión escoltan.

Pero cuando en su carro fatigado
deja la cumbre y abandona al día,
apártanse los ojos antes fieles,
del anciano y su marcha declinante.

Así tú, al declinar sin ser mirado,
si no tienes un hijo, morirás.


XV
Cuando pienso que todo lo que crece
su perfección conserva un mero instante;
que las funciones de este gran proscenio
se dan bajo la influencia de los astros;
y que el hombre florece como planta
a quien el mismo cielo alienta y rinde,
primero ufano y abatido luego,
hasta que su esplendor nadie recuerda:

la idea de una estada tan fugaz
a mis ojos te muestra más vibrante,
mientras que Tiempo y Decadencia traman
mudar tu joven día en noche sórdida.

Y, por tu amor guerreando con el Tiempo,
si él te roba, te injerto nueva vida.


XVI
¿Y por qué no es tu guerra más pujante
contra el Tirano tiempo sanguinario;
y contra el decaer no te aseguras
mejores medios que mi rima estéril?
En el cenit estás de horas risueñas.
Los incultos jardines virginales
darían para ti vivientes flores,
a ti más semejantes que tu efigie.

Tendrías vida nueva en vivos trazos,
pues ni mi pluma inhábil ni el pincel
harán que tu nobleza y tu hermosura
ante los ojos de los hombres vivan.

Si a ti mismo te entregas, quedarás
por tu dulce destreza retratado.


XVII
¿Quién creerá en el futuro a mis poemas
si los colman tus méritos altísimos?
Tu vida, empero, esconden en su tumba
y apenas la mitad de tus bondades.
Si pudiera exaltar tus bellos ojos
y en frescos versos detallar sus gracias,
diría el porvenir: « Miente el poeta,
rasgos divinos son, no terrenales ».

Desdeñarían mis papeles mustios,
como ancianos locuaces, embusteros;
sería tu verdad « transporte lírico »,
« métrico exceso » de un « antiguo » canto.

Mas si entonces viviera un hijo tuyo,
mi rima y él dos vidas te darían.



XVIII
¿A un día de verano compararte?
Más hermosura y suavidad posees.
Tiembla el brote de mayo bajo el viento
y el estío no dura casi nada.
A veces demasiado brilla el ojo
solar, y otras su tez de oro se apaga;
toda belleza alguna vez declina,
ajada por la suerte o por el tiempo.

Pero eterno será el verano tuyo.
No perderás la gracia, ni la Muerte
se jactará de ensombrecer tus pasos
cuando crezcas en versos inmortales.

Vivirás mientras alguien vea y sienta
y esto pueda vivir y te dé vida.



WILLIAM SHAKESPEARE
48 SONETOS DE AMOR




XVIII
¿A un día de verano compararte?
Más hermosura y suavidad posees.
Tiembla el brote de mayo bajo el viento
y el estío no dura casi nada.
A veces demasiado brilla el ojo
solar y otras su tez de oro se apaga;
toda belleza alguna vez declina,
ajada por la suerte o por el tiempo.
Pero eterno será el verano tuyo.
No perderás la gracia, ni la Muerte
se jactará de ensombrecer tus pasos
cuando crezcas en versos inmortales.

Vivirás mientras alguien vea y sienta
y esto pueda vivir y te dé vida.



XIX
Mella, Tiempo voraz, del león las garras,
deja a la tierra devorar sus brotes,
arranca al tigre su colmillo agudo,
quema al añoso fénix en su sangre.
Mientras huyes con pies alados, Tiempo,
da vida a la estación, triste o alegre,
y haz lo que quieras, marchitando al mundo
Pero un crimen odioso te prohíbo:

no cinceles la frente de mi amor,
ni la dibujes con tu pluma antigua;
permite que tu senda sìga, intacto,
ideal sempiterno de hermosura.

O afréntalo si quieres, Tiempo viejo:
mi amor será en mis versos siempre joven.



XX
Pintado por Natura el rostro tienes
de mujer, dueño y dueña de mi amor;
y de mujer el corazón sensible
mas no mudable como el femenino;
tus ojos brillan más, son más leales
y doran los objetos que contemplas;
de hombre es tu hechura, y tu dominio roba
miradas de hombres y almas de mujeres.

Primero te creó mujer Natura
y, desvariando mientras te esculpía,
de ti me separó, decepcionándome,
al agregarte lo que no me sirve.

Si es tu fin el placer de las mujeres,
mío sea tu amor, suyo tu goce.



XXI
No me sucede lo que a aquel poeta
que versifica a una beldad pintada,
y al cielo mismo empleá como adorno,
midiendo cuánto es bello con su bella;
y en henchidas imágenes la acopla
al sol, la luna y a las gemas ricas
y a las flores de abril y a las rarezas
que el aire envuelve en este globo vasto.

Sincero amante, la verdad escribo.
Mi amor es tan gentil, podéis creerme,
como cualquier hijo de madre, y brilla
menos que las candelas celestiales.

Dejad que digan más los habladores;
yo no quiero ensalzar lo que no vendo.


XXII
No creeré en mi vejez, ante el espejo,
mientras la juventud tu edad comparta;
sólo cuando los surcos te señalen
pensaré que la muerte se aproxima.
Si toda la hermosura que te cubre
es el ropaje de mi corazón,
que vive en ti, como en mí vive el tuyo,
¿cómo puedo ser yo mayor que tú?

Por eso, amor, contigo sé prudente,
como soy yo por ti, no por mi mismo;
tu corazón tendré con el cuidado
de la nodriza que al pequeño ampara.

No te ufanes del tuyo, si me hieres,
pues me lo diste para no volverlo.


XXXIV

Como actor vacilantc en el proscenio
que temerosó su papel confunde,
o como el poseído por la ira
que desfallece por su propio exceso,
así yo, desconfiando de mí mismo,
callo en la ceremonia enamorada,
y se diría que mi amor decae
cuando lo agobia la amorosa fuerza.

Deja que la elocuencia de mis libros,
sin voz, transmita el habla de mi pecho
que pide amor y busca recompensa,
más que otra lengua de expresivo alcance.

Del mudo amor aprende a leer lo escrito,
que oír con ojos es amante astucia.



XXIV
Pintores son mis ojos: te fijaron
sobre la tabla de mi corazón,
y mi cuerpo es el marco que sostiene
la perspectiva de la obra insigne.
A través del pintor hay que mirar
para encontrar tu imagen verdadera,
colgada en el taller que hay en mi pecho
al que brindan vencanas cus dos ojos.

Y observa de los ojos el servicio:
los míos diseñaron tu figura,
los tuyos son ventanas de mi pecho
por las que atisba el sol, feliz de verte.

Mas algo falta al arte de los ojos:
dibujan lo que ven y al alma ignoran.



XXV
Que los favorecidos por los astros
de honores y de títulos se ufanen;
yo, que la suerte priva de esos triunfos,
hallo mi dicha en lo que más venero.
Los favoritos de los grandes príncipes
abren al sol sus hojas cual caléndulas,
y su orgullo sepultan en sí mismos
pues los abate un ceño que se frunce.

El célebre guerrero laborioso,
derrocado una vez tras mil victorias,
es del libro de honores suprimido
y de su gesta lo demás se olvida.

Feliz de mí, que amando soy amado,
y ni cambiar ni ser cambiado puedo.


XXVI
Señor del amor mío, cuyo mérito
obliga mi homenaje de vasallo,
te envío esta embajada manuscrita,
mi devoción probando y no mi ingenio.
Grande es mi devoción: mi pobre espíritu
la muestra sin ropaje de vocablos
y espera, aunque desnuda, que en tu alma
le dé tu comprensión sucil albergue;

hasta que el astro que mi andanza guía
me señale con brillo favorable,
y al ornar mis andrajos amorosos
haga que yo merezca que me mires.

Así podré exhibir mi amor ufano,
pero hasta entonces rehuiré la prueba.


XXVII
Extenuado, hacia cl lecho me apresuro
a calmar mis fatigas de viajero,
pero empieza en mi ánimo otro viaje,
cuando acaban del cuerpo las faenas.
Porque mis pensamientos, alejándose
en tu busca, celosos peregrinos,
de mis párpados abren el agobio
a la tiniebla que los ciegos miran.

Sólo que mi visión imaginaria
trae tu sombra hasta mis ojos ciegos,
como un joyel que cuelga de la noche
y el rostro oscuro le rejuvenece.

Así, por ti y por mí, nunca reposan
de día el cuerpo y a la noche el alma.



WILLIAM SHAKESPEARE
48 SONETOS DE AMOR


XXIX
Cuando hombres y Fortuna me abandonan,
lloro en la soledad de mi destierro,
y al cielo sordo con mis quejas canso
y maldigo al mirar mi desventura,
soñando ser más rico de esperanza,
bello como éste, como aquél rodeado,
deseando el arze de uno, el poder de otro,
insatisfecho con lo que me queda;

a pesar de que casi me desprecio,
pienso en ti y soy feliz y mi alma entonces,
como al amanecer la alondra, se alza
de la tierra sombría y canta al cielo:

pues recordar tu amor es cal fortuna
que no cambio mi estado con los reyes.



XXX
Cuando en sesiones dulces y calladas
hago comparecer a los recuerdos,
suspiro por lo mucho que he deseado
y lloro el bello tiempo que he perdido,
la aridez de los ojos se me inunda
por los que envuelve la infinita noche
y renuevo el plañir de amores muertos
y gimo por imágenes borradas.

Así, afligido por remotas penas,
puedo de mis dolores ya sufridos
la cuenta rehacer, uno por uno,
y volver a pagar lo ya pagado.

Pero si entonces pienso en ti, mis pérdidas
se compensan, y cede mi amargura.



XXXI
Los corazones que supuse muertos
pues me faltaban, a tu pecho ocupan;
en él reinan amor y sus virtudes
y los amigos que creí enterrados.
¡ Cuánta lágrima pía de mis ojos
robó el amor leal por esos muertos
que no son más que seres que han cambiado
de lugar y que yacen en ti ocultos!

Tú eres la tumba donde vive amor;
de mis amores los trofeos te ornan;
cada uno te dio mi parte suya
y ahora es tuyo el bien que fue de muchos.

Veo en ti las imágenes que amé:
soy tuyo entero pues las tienes todas.



XXXII
Si a mis días colmados sobrevives,
y cuando esté en el polvo de la Muene
una vez más relees por ventura
los inhábiles versos de tu amigo,
con lo mejor de tu época compáralos,
y aunque todas las plumas los excedan,
guárdalos por mi amor, no por mis rimas,
superadas por hombres más felices.

Que tu amor reflexione: «Si su Musa
crecido hubiera en esta edad creciente,
frutos más caros a su edad le diera,
dignos de incorporarse a tal cortejo:

pero ha muerto; en poetas más notables
estilo buscaré y en él amor».


XXXIII
He visto a la mañana en plena gloria
los picos halagar con su mirada,
besar con su oro las praderas verdes
y dorar con su alquimia arroyos pálidos;
y luego permitir el paso oscuro
de fieros nubarrones por su rostro,
y ocultarlo a la tierra abandonada
huyendo hacia occidente sin ventura.

Así brilló mi sol, un día, al alba,
sobre mi frente, con triunfal belleza;
una hora no más lo he poseído
y hoy me lo esconden las aéreas nubes.

No desdeñes mi amor: si el sol del cielo
se eclipsa, han de velarse los del mundo.


XXXIV

¿Por qué me prometiste un día hermoso
y a viajar sin mi capa me obligaste,
si me dejaste sorprender por nubes
que en su bruma ocultaron tu destello?
No me basta que surjas de la niebla
y que la lluvia enjugues en mi rostro,
pues no ha de ponderar ninguno el bálsamo
que cicatriza pero no remedia.

Ni tu vergüenza a mi dolor aplaca,
ni tu remordimiento a lo perdido:
del ofensor la pena poco alivia
a quien la cruz soporta del agravio.

Pero tus lágrimas de amor son perlas
y su riqueza todo el mal rescata.



XXXV
No te acongojes más por lo que has hecho;
fango y espina tienen fuente y rosa;
a la luna y al sol vela el eclipse;
vive el gusano en el capullo suave.
Todos cometen faltas, yo también
pues disculpo con símiles la tuya,
y por justificarte me corrompo
y excuso tus pecados con exceso.

A tu yerro sensual le doy mi ayuda;
de opositor me vuelvo tu abogado
y comienzo a pleitear contra mí mismo.
Tanto el amor y el odio en mí combaten

que no puedo dejar de ser el cómplice
del ladrón tierno que cruel me roba.



XXXVI
Déjame confesar que somos dos
aunque es indivisible el amor nuestro,
así las manchas que conmigo quedan
he de llevar yo solo sin tu ayuda.
No hay más que un sentimiento en nuestro amor
si bien un hado adverso nos separa,
que si el objeto del amor no altera,
dulces horas le roba a su delicia.

No podré desde hoy reconocerte
para que así mis faltas no te humillen,
ni podrá tu bondad honrarme en público
sin despojar la honra de iu nombre.

Mas no lo hagas, pues te quiero tanto
que si es mío tu amor, mía es tu fama.


XXXVII
Como un padre decrépito disfruta
al ver de su hijo las empresas jóvenes,
así yo, mutilado por la suene,
en tu lealtad y mérito me afirmo.
Pues sea la hermosura o el linaje,
el poder o el ingenio, uno o todos,
quien te corone con mejores títulos,
yo incorporo mi amor a esa riqueza.

Ni pobre ni ofendido soy, ni inválido,
que basta la substancia de tu sombra
para colmarme a mí con su opulencia,
y de una parte de tu gloria vivo.

Busca, pues, lo mejor: te lo deseo;
seré feliz diez veces, si lo hallas.


XXXVIII
¿Cómo puede buscar temas mi Musa
mientras cú aliencas, que a mi verso infundes
tu dulce inspiración, harto preciosa
para exponerla en un papel grosero?
Agradécete a ti, si algo de mi obra
digno de leerse encuentra tu mirada:
¿quién tan mudo será que no te escriba
cuando tu luz aclara lo que invenca?

Sé la décima Musa y sé diez veces
mejor que las antiguas invocadas,
y otorga a quien te invoque eternos versos
que sobrevivan a lejanos siglos.

Si al futuro censor mi Musa encanta,
mía será la pena y tuyo el lauro.


WILLIAM SHAKESPEARE
48 SONETOS DE AMOR


XXXIX
¿Cómo puedo elogiarte con modestia
cuando tú eres de mí la mejor parte?
¿Qué me puede otorgar mi propio elogio
y qué hago con tu elogio sino el mío?
Vivamos separados, y que pierda
su nombre de indiviso nuestro amor,
para que pueda darte, al separarnos,
lo que mereces tú, tú solamente.

¡Oh ausencia, cuál sería tu suplicio,
si tu amarga quietud no nos dejara
burlar al tiempo en el amor pensando,
engaño dulce del pensar y el tiempo,

y no enseñaras a hacer dos con uno,
aquí elogiando a quien está distante!



XL
Toma, amor, todos, todos mis amores,
¿qué rnás posees de lo que tenías?
Ningún amor, mi amor, que sea cierto;
pues ya antes era tuyo todo el mío.
Si a quien me ama por mi amor recibes,
no puedo reprocharte que lo goces,
mas te reprocho tu perverso engaño
si rechazas mi amor y no al que me ama.

Ladrón gentil, me robas y te absuelvo
por más que me hurtes mis escasos bienes,
y eso que duelen más, amor lo sabe,
las heridas de amor que las del odio.

Gracia inconstante en quien el mal es bello,
no seas mi enemiga, aunque me mates.



XLI
Las dulces faltas en que osado incurres
si de tu corazón estoy ausente,
cuadran a tu hermosura y a tus años
porque la tentación siempre te sigue.
Te querrán conquistar, pues eres noble;
te querrán asediar, pues eres bello;
¿qué hijo de mujer, antes que triunfe,
dejará a una mujer cuando lo acosa?

¡Ay! deberías respetar mi sitio
y a tu edad reprender y tus encantos
que en su fuga te arrastran al extremo
de violar obligado una fe doble :

la de ella, que ha tentado tu hermosura;
la tuya, infiel a mí con su belleza.



XLII
No sólo sufro porque la posees,
aunque en verdad la quise con ternura,
más hondo es mi dolor porque eres suyo
y esa pérdida siento más cercana.
Así disculpo vuestra ofensa, amantes:
tú la quieres pues sabes que la quiero,
y ella me engaña por amor de mí,
dejando que mi amigo la haga suya.

Si te pierdo, mi amada te recobra,
si la pierdo, mi amigo es quien la encuentra;
ambos se encuentran y a los dos los pierdo
y por mi amor me imporien esta cruz.

Pero al ser uno solo yo y mi amigo,
¡oh lisonja! yo soy quien ella quiere.


XLIII
Veo mejor si cierro más los ojos
que el día entero ven lo indiferente;
pero al dormir, soñando te contemplan
y brillantes se guían en lo oscuro.
Tú, cuya sombra lo sombrío aclara,
si ante quienes no ven tu sombra brilla,
¡qué luz diera la forma de tu sombra
al claro día por tu luz más claro!

¡Ay, qué felicidad para mis ojos
si te miraran en el día vivo,
ya que en la noche muerta, miro, ciego,
de tu hermosura la imperfecta sombra!

Los días noches son, si no te veo,
y cuando sueño en ti, días las noches.


LIII

¿Qué substancia es la tuya, qué te forma
que millones de sombras te acompañan?
Su propia sombra tiene cada uno
pero tú puedes producirlas todas.
Si describen a Adonis, su retrato
es tu pobre parodia; y te repïntan
con traje griego si a la bella Helena
embellecen con máximo artificio.

Si hablan del año joven o maduro,
primavera es la sombra de tu gracia
y lo es de tu esplendor el tiempo fértil;
en todo lo feliz te descubrimos.

Contribuyes a toda la hermosura,
mas nada se parece a tu constancia.



LV
Ni el mármol, ni los áureos monumentos,
durarán con la fuerza de esta rima,
y en ella tu esplendor tendrá más brillo
que en la losa que mancha el tiempo impuro.
Cuando tumbe la guerra las estatuas
y el desorden los muros desarraigue,
ni la espada de Marte ni su incendio
destruirán tu memoria siempre viva.

Irás contra la muerte y el olvido.
Acogerá tu elogio la mirada
de la posteridad que, consumiéndolo,
hasta el juicio final fatigue al mundo.

Así, hasta el día en que también te juzguen,
aquí estarás y en los amantes ojos.



LXI
Si nada es nuevo, si lo que es ya ha sido,
¡cómo se engaña nuestra inteligencia
cuando, empeñada en busca de invenciones,
de un niño ya nacido lleva el peso!
¡Ay, si mirando atrás quinientos años
pudiera presentarme la memoria
tu imagen en un libro muy remoto,
ya que el alma empezó a expresarse en letras!

¡Si pudiera saber lo que inspiraron
tus maravillas al antiguo mundo,
y ver si es nuestra o suya la ventaja
o si los ciclos son iguales todos!

Seguro estoy que los pasados genios
exaltaron objetos menos dignos.


LX
Como en la playa al pedregal las olas,
nuestros minutos a su fin se apuran,
cada uno desplaza al que ha pasado
y avanzan todos en labor seguida.
El nacimiento, por un mar de luces,
va hacia la madurez y su corona;
combaten con su brillo eclipses pérfidos
y el Tiempo sus regalos aniquila.

El Tiempo horada el juvenil adorno,
surca de paralelas la hermosura,
se nutre de supremas maravillas
y nada existe que su hoz no abata.

A pesar de su mano cruel, mi verso
dirá tu elogio en tiempos que esperamos.


LXI
¿En verdad quieres que tu imagen abra
mis pápados al tedio de la noche,
mientras las sombras que se te parecen
de mí se burlan y a mi sueño quiebran?
¿Mandas así fuera de ti tu espíritu,
lejos, para que aceche mis acciones
y mis horas espíe de flaqueza,
que son blanco y dominio de tus celos?

No; tu amor, aunque grande, no lo es tanto:
es el mío el que me abre los dos ojos,
mi propio amor quien mi descanso vence
y en centinela para ti se cambia:

pues por ti velo mientras te desvelas,
muy distante de mi, muy cerca de otros.


WILLIAM SHAKESPEARE
48 SONETOS DE AMOR




LXII
El pecado de amarme se apodera
de mis ojos, de mi alma y de mí todo;
y para este pecado no hay rernedio
pues en mi corazón echó raíces.
Pienso que es el más bello mi semblante,
mi forma, entre las puras, la ideal;
y mi valor tan alto conceptúo
que para mí domina a todo mérito.

Pero cuando el espejo me presenta,
tal cual soy, agrietado por los años,
en sentido contrario mi amor leo
que amarse siendo así sería inicuo.

Es a ti, otro yo mismo, a quien elogio,
pintando mi vejez con tu hermosura.



LXV
Si la muerte domina al poderío
de bronce, roca, tierra y mar sin límites,
¿cómo le haría frente la hermosura
cuando es más débil que una flor su fuerza?
Con su hálito de miel, ¿podrá el verano
resistir el asedio de los días,
cuando peñascos y aceradas puertas
no son invulnerables para el Tiempo?

¡Atroz meditación! ¿Dónde ocultarte,
joyel que para su arca el Tiempo quiere?
¿Qué mano detendrá sus pies sutiles?
Y ¿quién prohibirá que te despojen?

Ninguno a menos que un prodigio guarde
el brillo de mi amor en negra tinta.



LXXI
Cuando haya muerto, llórame tan sólo
mientras escuches la campana triste,
anunciadora al mundo de mi fuga
del mundo vil hacia el gusano infame.
Y no evoques, si lees esta rima,
la mano que la escribe, pues te quiero
tanto que hasta tu olvido prefiriera
a saber que te amarga mi memoria.

Pero si acaso miras estos versos
cuando del barro nada me separe,
ni siquiera mi pobre nombre digas
y que tu amor conmigo se marchite,

para que el sabio en tu llorar no indague
y se burle de ti por el ausente.



XCI
Unos se vanaglorian de la estirpe,
del saber, el vigor o la fortuna;
otros, de la elegancia extravagante,
o de halcones, lebreles y caballos;
cada carácter un placer comporta
cuya alegría a las demás excede;
pero estas distinciones no me alcanzan
pues tengo algo mejor que las incluye.

En altura, tu amor vence al linaje;
en soberbia al atuendo; al oro en fausto;
en júbilo al de halcones y corceles.
Teniéndote, todo el orgullo es mío.

Mi única miseria es que pudieras
quitarme todo y en miseria hundirme.


XCIV
Tu capricho y tu edad, según se mire,
provocan tus defectos o tu encanto;
y te aman por tu encanto o tus defectos,
pues tus defectos en encanto mudas.
Lo mismo que a la joya más humilde
valor se da en los dedos de una reina,
se truecan tus errores en verdades
y por cosa legítima se tienen.

¡Cómo engañara el lobo a los corderos,
si en cordero pudiera transformarse!
Y ¡a cuánto admirador extraviarías,
si usaras plenamente tu prestigio!

Mas no lo hagas, pues te quiero tanto
que si es mío tu amor, mía es tu fama.


CVI

Cuando en las crónicas de tiempos idos
veo que a los hermosos se describe
y a la Belleza embellecer la rima
que elogia a damas y señores muertos,
observo que al pintar de sus dechados
la mano, el labio, el pie, la frente, el ojo,
trataba de expresar la pluma arcaica
una belleza como la que tienes.

Así, sus alabanzas son presagios
de nuestro tiempo, que te prefiguran,
y pues no hacían más que adivinarte,
no podían cantarte cual mereces.

En cuanto a aquellos que te contemplamos
con absorta mirada, estamos mudos.



CXXIII
Tiempo, no has de jactarte de mis cambios:
alzas con nuevo brío tus pirámides
y no son para mí nuevas ni extrañas
sino aspectos de formas anteriores.
Por ser corta la vida, nos sorprende
lo antiguo que reiteras y que impones,
cual si fuera lo nuevo que dcseamos
y si rio corzociéramos su historia.

Os desafío a ti y a tus anales;
no me asombran pasado ni presente,
pues tus anales y lo visto engañan
al transformarse mientras te apresuras.

Por mí, te juro que he de ser constante
a pesar de tu hoz y de ti mismo.



CXLVI
Pobre alma, centro de culpable limo
a la que burla, indócil, quien la ciñe,
¿por qué adentro sufrir afán y hambre
si pintas lo exterior de alegre lujo?
Si el contrato es tan breve, ¿por qué gastas
ornando tu morada pasajera?
¿Tendrá por fin tu cuerpo sustentar
al gusano que herede tu derroche?

Vive, alma, a expensas de tu servidor;
que aumenten sus fatigas tu tesoro;
y cambia horas de espuma por divinas.
Sé rica adentro, en vez de serlo afuera.

Devora tú a la Muerte y no la nutras,
pues si ella muere, no podrás morir.









domingo, 26 de dezembro de 2010

Euclides da Cunha: A Margem da História








I Parte
Na Amazônia, Terra Sem História
Impressões Gerais
Ao revés da admiração ou do entusiasmo, o que nos sobressalteia
geralmente, diante do Amazonas, no desembocar do dédalo florido do
Tajapuru, aberto em cheio para o grande rio, é antes um
desapontamento. A massa de águas é, certo, sem par, capaz daquele
terror a que se refere Wallace; mas como todos nós desde mui cedo
gizamos um Amazonas ideal, mercê das páginas singularmente líricas
dos não sei quantos viajantes que desde Humboldt até hoje
contemplaram a hiléia prodigiosa, com um espanto quase religioso -
sucede um caso vulgar de psicologia: ao defrontarmos o Amazonas
real, vemo-lo inferior à imagem subjetiva há longo tempo
prefigurada. Além disto, sob o conceito estritamente artístico, isto
é, como um trecho da terra desabrochando em imagens capazes de se
fundirem harmoniosamente na síntese de uma impressão empolgante, é
de todo em todo inferior a um sem número de outros lugares do nosso
país. Toda a Amazônia, sob este aspecto, não vale o segmento do
litoral que vai de Cabo Frio à Ponta do Munduba.
É sem dúvida, o maior quadro da Terra; porém chatamente rebatido num
plano horizontal que mal alevantam de uma banda, à feição de restos
de uma enorme moldura que se quebrou, as serranias de arenito de
Monte Alegre e as serras graníticas das Guianas. E como lhe falta a
linha vertical, pré excelente na movimentação da paisagem, em poucas
horas o observador cede às fadigas de monotonia inaturável e sente
que o seu olhar, inexplicavelmente, se abrevia nos sem-fins daqueles
horizontes vazios e indefinidos como o dos mares.
***
A impressão dominante que tive, e talvez correspondente a uma
verdade positiva, é esta: o homem, ali, é ainda um intruso
impertinente. Chegou sem ser esperado nem querido - quando a
natureza ainda estava arrumando o seu mais vasto e luxuoso salão. E
encontrou uma opulenta desordem... Os mesmos rios ainda não se
firmaram nos leitos; parecem tatear uma situação de equilíbrio
derivando, divagantes, em meandros instáveis, contorcidos sem
“sacados”, cujos istmos a reveses se rompem e se soldam numa
desesperadora formação de ilhas e de lagos de seis meses, e até
criando formas topográficas novas em que estes dois aspectos se
confundem; ou expandindo-se em “furos” que se anastomosam,
reticulados e de todo incaracterísticos, sem que se saiba se tudo
aquilo é bem uma bacia fluvial ou um mar profusamente retalhado de
estreitos.
Depois de uma única enchente se desmancham os trabalhos de um
hidrógrafo.
A flora ostenta a mesma imperfeita grandeza. Nos meios-dias
silenciosos - porque as noites são fantasticamente ruidosas -, quem
segue pela mata, vai com a vista embotada no verde-negro das folhas;
e ao deparar, de instante em instante, os fetos arborescentes
emparelhando na altura com as palmeiras, e as árvores de troncos
reilíneos e paupérrimos de flores, tem a sensação angustiosa de um
recuo às mais remotas idades, como se rompesse os recessos de uma
daquelas mudas florestas carboníferas desvendadas pela visão
retrospectiva dos geólogos.
Completa-a, ainda sob esta forma antiga, a fauna singular e
monstruosa, onde imperam, pela corpulência, os anfíbios, o que é
ainda uma impressão paleozóica. E quem segue pelos longos rios, não
raro encontra as formas animais que existem, imperfeitamente, como
tipos abstratos ou simples elos da escala evolutiva. A “cigana”
desprezível, por ex., que se empoleira nos galhos flexíveis das
oiranas, trazendo ainda na asa de vôo curto a garra do réptil...
Destarte a natureza é portentosa, mas incompleta. É uma construção
estupenda a que falta toda a decoração interior. Compreende-se bem
isto: a Amazônia é talvez a terra mais nova do mundo, consoante as
conhecidas induções de Wallace e Frederico Hartt. Nasceu da última
convulsão geogênica que sublevou os Andes, e mal ultimou o seu
processo evolutivo com as várzeas quaternárias que se estão formando
e lhe preponderam na topografia instável.
Tem tudo e falta-lhe tudo, porque lhe falta esse encadeamento de
fenômenos desdobrados num ritmo vigoroso, de onde ressaltam,
nítidas, as verdades da arte e da ciência - e que é como que a
grande lógica inconsciente das coisas.
Daí esta singularidade: é de toda a América a paragem mais
perlustrada dos sábios e é a menos conhecida. De Humboldt a Em.
Goeldi - do alvorar do século passado aos nossos dias, perquirem-na,
ansiosos, todos os eleitos. Pois bem, lede-os. Vereis que nenhum
deixou a calha principal do grande vale; e que ali mesmo cada um se
acolheu, deslumbrado, no recanto de uma especialidade. Wallace,
Mawe, W. Edwards, d’Orbigny, Martius, Bates, Agassiz, para citar os
que me acodem na primeira linha, reduziram-se a geniais escrevedores
de monografias.
A literatura científica amazônica, amplíssima, reflete bem a
fisiografia amazônica: é surpreendente, preciosíssima, desconexa.
Quem quer que se abalance a deletreá-la, ficará, ao cabo desse
esforço, bem pouco além do limiar de um mundo maravilhoso.
Há uma frase do Professor Frederico Hartt que delata bem o delíquio
dos mais robustos espíritos diante daquela enormidade. Ele estudava
a geologia do Amazonas quando em dado momento se encontrou tão
despeado das concisas fórmulas científicas e tão alcandorado no
sonho, que teve de colher, de súbito, todas as velas à fantasia:
- “Não sou poeta. Falo a prosa da minha ciência. Revenons!”
Escreveu; e encarrilhou-se nas deduções rigorosas. Mas decorridas
duas páginas não se forrou a novos arrebatamentos e reincidiu no
enlevo... É que o grande rio, malgrado a sua monotonia soberana,
evoca em tanta maneira o maravilhoso, que empolga por igual o
cronista ingênuo, o aventureiro romântico e o sábio precavido. As
“amazonas” de Orellana, os titânicos curriquerês de Guillaume de
L’Isle e a Mana del Dorado de Walter Raleigh, formando no passado um
tão deslumbrante ciclo quase mitológico, acolchetam-se em nossos
dias às mais imaginosas hipóteses da ciência. Há uma hipertrofia da
imaginação no ajustar-se ao desconforme da terra, desequilibrando-se
a mais sólida mentalidade que lhe balanceie a grandeza. Daí, no
próprio terreno das indagações objetivas, as visões de Humboldt e a
série de conjeturas em que se retravam, ou contrastam, todos os
conceitos, desde a dinâmica de terremotos de Russell Wallace ao
bíblico formidável das galerias pré-diluvianas de Agassiz.
Parece que ali a imponência dos problemas implica o discurso
vagaroso das análises: às induções avantajam-se demasiado os lances
da fantasia. As verdades desfecham em hipérboles. E figura-se alguma
vez em idealizar aforrado o que recai nos elementos tangíveis da
realidade surpreendedora, por maneira que o sonhador mais
desensofrido se encontre bem na parceria dos sábios deslumbrados.
Vai-se, por ex., com Fred. Katzer a seriar, a escandir e aconfrontar
velhíssimos putrefactos ou graptólitos numa longa romaria ideal
pelos mais remotos pontos nas mais remotas idades - largo tempo, a
debater-se entre as classificações maciças, a enredar-se na trama
das raízes gregas das nomenclaturas bravias - e de improviso, os
dizeres da ciência desfecham num quase idealismo: as análises
rematam-nas prodígios; as vistas abreviadas nos microscópios
desapertam-se no descortino de um passado muitas vezes milenário; e
esboçados os contornos estupendos de uma geografia morta,
alonga-se-lhe aos olhos a perspectiva indefinida daquele extinto
oceano médio-devônico que afogava todo o Mato Grosso e a Bolívia,
cobrindo quase toda a América meridional e chofrando no levante as
antiquíssimas arribas de Goiás, últimos litorais do continente
brasilio-etiópico que aterrava o Atlântico indo abranger a África...
Segue-se com os naturalistas da Comissão Morgan, e a história
geológica, a despeito de linhas mais seguras, não perde o traço
grandioso, desenvolvendo-se às duas margens do largo canal terciário
que por longo tempo separou os planaltos brasileiros e os das
Guianas, até que o vagaroso sublevar dos Andes, no Ocidente,
serrando-lhe um dos extremos, o transmudasse em golfo, em estuário,
em rio.
Ao cabo, ainda atendo-se aos fatos atuais da fisiografia amazônica,
restam outros agentes nímio perturbadores da fria serenidade das
observações científicas.
* * *
Basta mostrar-se de relance que, ainda nos casos mais simples, há no
Amazonas um flagrante desvio do processo ordinário da evolução das
formas topográficas.
Em toda a parte a terra é um bloco onde se exercita a molduragem dos
agentes externos entre os quais os grandes rios se erigem como
principais fatores, no lhe remodelarem os acidentes naturais,
suavizando-lhos. Compensando a degradação das vertentes com o
alteamento dos vales, correndo montanhas e edificando planuras, eles
vão em geral entrelaçando as ações destrutivas e reconstrutoras, de
modo que as paisagens, lento e lento transfiguradas, reflitam os
efeitos de uma estatuária portentosa.
Assim o Hoang-Ho aumentou a China com um delta, que é uma província
nova; e, ainda mais expressivo, o Mississipi assombra o naturalista,
com a expansão secular do aterro desmedido que em breve chegará às
bordas da profundura onde se encaixa o Gulf-Stream. Nas suas águas
barrentas andam os continentes dissolvidos. Mudam-se países.
Deconstituem-se territórios. E há um encadeamento tão lógico nos
seus esforços contínuos, onde incidem as grandes energias naturais,
que o acompanhá-los implica algumas vezes o acompanhar-se o próprio
rumo de um aspecto qualquer da atividade humana: das páginas de
Herôdoto às de Maspéro, contempla-se a gênese de uma civilização de
par com a de um delta; e o paralelismo é tão exato, que se
justificam os exageros dos que, a exemplo de Metchnikoff, vêem nos
grandes rios a causa preeminente do desenvolvimento das nações.
Ao passo que no Amazonas, o contrário. O que nele se destaca é a
função destruidora, exclusiva. A enorme caudal está destruindo a
terra. O Professor Hartt, impressionado ante as suas águas sempre
barrentas, calculou que “se sobre uma linha férrea corresse dia e
noite, sem parar, um trem contínuo carregado de tijuco e areias,
esta enorme quantidade de materiais seria ainda menor do que a de
fato é transportada pelas águas...”
Mas toda esta massa de terras diluídas não se regenera. O maior dos
rios não tem delta. A Ilha de Marajó, constituída por uma flora
seletiva, de vegetais afeitos ao meio maremático e ao inconsistente
da vasa, é uma miragem de território. Se a despissem, ficariam só as
superfícies rasadas dos “mondongos” empantanados, apagando-se no
nivelamento das águas; ou, salteadamente, algumas pontas de
fragueados de arenito endurecido, esparsas, a esmo, na amplidão de
uma baía. À luz das deduções rigorosas de Walter Bates, comprovando
as conjeturas anteriores de Martius, o que ali está sob o disfarce
das matas, é uma ruína: restos desmantelados do continente, que
outrora se estirava, unido, das costas de Belém às de Macapá - e que
se tem de restaurar, hipotèticamente, em passado longínquo, para
explicar-se a identidade das faunas terrestres, hoje separadas pelo
rio, do Norte do Brasil e das Guianas.
O Amazonas, entretanto, poderia reconstruí-lo em pouco tempo, com os
só 3.000.000 de metros cúbicos de sedimentos, que carrega em vinte e
quatro horas. Mas dissipa-os. A sua corrente túrbida, adensada nos
últimos lances de seu itinerário de 6.000 milhas, com os desmontes
dos litorais, que dia a dia se desbarrancam, fazendo recuar a costa
que se desenrola desde o Paru ao Araguari, decanta-se toda no
Atlântico. E os resíduos das ilhas demolidas - entre as quais a de
Caviana que lhe foi antiga barragem e se bipartiu no correr de nossa
vida histórica - vão cada vez mais delindo-se e desaparecendo, no
permanente assalto daquelas correntezas poderosas. Destarte,
desafoga-se mais e mais a desembocadura principal da grande artéria
e acentua-se o seu desvio para o norte, com o abandono contínuo das
paragens que lhe demoram a leste e sobre as quais ele passou
outrora, deixando ainda, nas áreas recém-desvendadas dos brejos
marajoaras, um atestado tangível daquele deslocamento lateral do
leito, que tem dado aos geólogos inexpertos a ilusão de um
levantamento ou de uma reconstrução da terra.
Porque, na realidade, esta se reconstitui mui longe das nossas
plagas. Neste ponto, o rio, que sobre todos desafia o nosso lirismo
patriótico, é o menos brasileiro dos rios. É um estranho adversário,
entregue dia e noite à faina de solapar a sua própria terra. Herbert
Smith, iludido ante a poderosa massa de águas barrentas, que o
viajente vê em pleno Oceano antes de ver o Brasil, imaginou-lhe uma
tarefa portentosa: a construção de um continente. Explicou:
depondo-se aqueles sedimentos do fundo tranqüilo do Atlântico, novas
terras aflorariam nas vagas e ao cabo de um esforço milenário
encher-se-ia o golfão aberto, que se arqueia do Cabo Orange à Ponta
do Gurupi, dilatando-se desta sorte, consideràvelmente, para
nordeste, as terras paraenses.
The king is building his monument! bradou o naturalista encantado e
acomodando às ásperas sílabas britânicas um rapto fantasista capaz
de surpreender à mais ensofregada alma latina. Esqueceu-lhe, porém,
que aquele originalíssimo sistema hidrográfico não acaba com a
terra, ao transpor o Cabo Norte; senão que vai, sem margens, pelo
mar dentro, em busca da corrente equatorial, onde aflui,
entregando-lhe todo aquele plasma gerador de território. Os seus
materiais, distribuídos pelo imenso rio pelásgico que se prolonga
com o Gulf-Stream, vão concentrando-se e surgindo a flux,
espaçadamente, nas mais longínquas zonas: a partir das costas das
Guianas, cujas lagunas, a começar no Amapá, a mais e mais se
dessecam avançando em planuras de estepes pelo mar em fora, até aos
litorais norte-americanos, da Geórgia e das Carolinas, que se
dilatam sem que lhes expliquem o crescer contínuo os breves cursos
d’água das vertentes orientais dos Aleganis.
Naqueles lugares, o brasileiro salta: é estrangeiro, e está pisando
em terras brasileiras. Antolha-se-lhe um contra-senso pasmoso: à
ficção de direito estabelecendo por vezes a extraterritorialidade,
que é a pátria sem a terra, contrapõe-se uma outra, rudemente
física: a terra sem a pátria. É o efeito maravilhoso de uma espécie
de imigração telúrica. A terra abandona o homem. Vai em busca de
outras latitudes. E o Amazonas, nesse construir o seu verdadeiro
delta em zonas tão remotas do outro hemisfério, traduz, de fato, a
viagem incógnita de um território em marcha, mudando-se pelos tempos
adiante, sem parar um segundo, e tornando cada vez menores, num
desgastamento ininterrupto, as largas superfícies que atravessa.
Não se lhe apontam formações duradouras, ou fixas. Por vezes, nas
arqueaduras de seus canais remansam-se as águas fazendo que se
deponham os sedimentos conduzidos e as sementes que acarretam. Então
as faculdades criadoras do rio despontam supreendedoramente. O
baixio prestes recém-formado e aflorando à superfície, delineia-se,
em contornos indecisos; define-se logo, vivamente; dilata-se e
ascende, bombeando levemente nas águas; e na ilha que se gera,
crescendo e articulando-se a olhos vistos, apontoada de cabuchos,
que se alongam e se retorcem à superfície à maneira de tentáculos de
um prodigioso organismo - desencadeia-se para logo a luta das
espécies vegetais tão viva e tão dramática que nem lhe faltam no
baralhamento dos colmos, das hastes ou das ramagens revoltas,
estirando-se, enredando e confundindo-se, todos os movimentos
convulsivos de uma enorme batalha sem ruídos: dos aningais, que
consolidam o tijuco inconsistente com a infibratura dos risomas
estirados; aos mangues, que os suplantam e repelem para as bordas,
em violentos e tumultuários bracejos; aos javaris altaneiros, que
por sua vez recalcam os últimos expelindo-os para as margens
apauladas, e senhoreando os tesos consistentes...
Assim se erigiu recentemente a Ilha de Cururu, com dois km² de
área; e se reconstroem todas as que se observam acima dos canais de
Breves.
Mas formam-se para se destruírem, ou desocarem-se incessantemente.
As ilhas trabalhadas pelas mesmas correntes que as geraram,
desbarrancam-se a montante e restauram-se a jusante, e vão lento e
lento derivando rio abaixo, ao modo de monstruosos pontões
desmastreados, de longas proas abatidas e pôpas altas, a navegarem
dia e noite com velocidade insensível. Por fim, desgastam-se e
acabam. A de Urucurituba durou dez anos (1840-1850) mercê da
superfície vastíssima; e apagou-se numa enchente...
O mesmo fato, nas margens. Os litorais do Amazonas mal lhe definem a
calha desmedida. São margens que evitam o rio. Ficam-lhe,
normalmente, fora das águas, para além das vastas planuras
salpintadas de “lagos de terra firme”, que atenuam, feito
compensadores, a violência das caudais, nas cheias. Aí, num cenário
mais amplo, se desdobra por vezes a aparência de uma construção, em
larga escala, de solo. O rio, multífluo nas grandes enchentes, vinga
as ribanceiras e desafoga-se nos plainos desimpedidos. Desarraiga
florestas inteiras, atulhando de troncos e esgalhos as depressões
numerosas da várzeas; e nos remansos das planícies inundadas,
decantam-se-lhe as águas carregadas de detritos, numa colmatagem
plenamente generalizada. Baixam as águas e nota-se que o terreno
cresceu; e alteia-se de cheia em cheia, aprumando-se as “barreiras”
altas, exsicando-se os pantanais e “igapós”, esboçando-se os
“firmes” ondeantes, para logo invadidos da flora triunfal... até que
num só assalto, de enchente, todo esse delta lateral se abata.
Numa só noite (29 de julho de 1866) as “terras caídas” da margem
esquerda do Amazonas desmoronaram numa linha contínua de cinqüenta
léguas.
É o processo antigo, invariável - patenteando-se ainda no diminuto
raio da nossa história. As ribanceiras a pique da antiga costa do
Paru, onde apareceram aos condutícios de Orellana as amazonas
lendárias, reduzem-se hoje a um baixio degredado, visível apenas nas
vazantes excessivas.
A inconstância tumultuária do rio retrata-se ademais nas suas curvas
infindáveis, desesperadoramente enleadas, recordando o roteiro
indeciso de um caminhante perdido, a esmar horizontes, volvendo-se a
todos os rumos ou arrojando-se à ventura em repentinos atalhos.
Assim ele se precipitou pela angustura afogante de Óbidos num
abandono completo do antigo leito, que ainda hoje se adivinha no
enorme plaino maremático ganglionado de lagoas, de Vila Franca; ou
vai, noutros pontos, em “furos” inopinados, afluir nos seus grandes
afluentes, tornando-se ilògicamente tributário dos próprios
tributários; sempre desordenado, e revolto, e vacilante, destruindo
e construindo, reconstruindo e devastando, apagando numa hora o que
erigiu em decênios - com a ânsia, com a tortura, com o exaspero de
monstruoso artista incontentável a retocar, a refazer e a recomeçar
perpetuamente um quadro indefinido...
* * *
Tal é o rio; tal, a sua história: revolta, desordenada, incompleta.
A Amazônia selvagem sempre teve o dom de impressionar a civilização
distante. Desde os primeiros tempos da colônia, as mais imponentes
expedições e solenes visitas pastorais rumavam de preferência às
suas plagas desconhecidas. Para lá os mais veneráveis bispos, os
mais garbosos capitães-generais, os mais lúcidos cientistas. E do
amanho do solo que se tentou afeiçoar a exóticas especiarias, à
cultura do aborígine que se procurou erguer aos mais altos destinos,
a Matrópole longínqua demasiara-se em desvelos à terra que sobre
todas lhe compensaria o perdimento da Índia portentosa.
Esforços vãos. As partidas demarcadoras, as missões apostólicas, as
viagens governamentais, com as suas frotas de centenares de canoas,
e os seus astrônomos comissários apercebidos de luxuosos
instrumentos, e os seus prelados, e os seus guerreiros, chegavam,
intermitentemente, àqueles rincões solitários, e armavam ràpidamente
no altiplano das “barreiras” as tendas suntuosas da civilização em
viagem. Regulavam as culturas; puliam as gentes; aformoseavam a
terra.
Prosseguiam a outros pontos, ou voltavam - e as malocas, num momento
transfiguradas, decaíam de chofre, volvendo à bruteza original.
Já nos fins do século XVIII, Alexandre Rodrigues Ferreira, ao
realizar a sua “viagem filosófica”, pela calha principal do grande
rio, andara entre ruínas. Na Vila de Barcelos, capital da
circunscrição longínqua, antolhara-se-lhe, tangível, a imagem do
progresso tìpicamente amazônico, naquele presuntuoso Palácio das
Demarcações - amplíssimo, monumental, imponente - e coberto de sapé!
Era um símbolo. Tudo vacilante, efêmero, antinômico, na paragem
estranha onde as próprias cidades são errantes, como os homens,
perpètuamente a mudarem de sítio, deslocando-se à medida que o chão
lhes foge roído das correntezas, ou tombando nas “terras caídas” das
barreiras...
Vai-se de um a outro século na inaturável mesmice de renitentes
tentativas abortadas. As impressões dos mais lúcidos observadores
não se alteram, perpètuamente desenfluídas pelo espetáculo de um
presente lastimável contraposto à ilusão de um passado grandioso.
Tenreiro Aranha em 1852, ao erigir-se a província do Amazonas,
assumiu a sua direção, e numa resenha retrospectiva diz-nos do
extraordinário progresso que se perdera, referindo-se a “manufaturas
primorosas”, a uma indústria extinta em que “o algodão, o anil, a
mandioca e o café tiveram cultura tal que dava para o consumo
sobrando para a exportação; e assim as fábricas de anil, as
cordoarias de piassaba, de fiação, tecidos e rêdes de algodão, de
palhinha ou de penas; as telhas e alvenaria; as de construção civil
e naval, com hábeis artistas, fazendo aparecer templos, palácios, ou
possantes embarcações...”
Recua-se, porém, exatamente um século, a buscar o período decantado
- e num grande desapontamento observa-se, à luz do relatório feito
em 1752 por outro insigne governador, o Capitão-General Furtado de
Mendonça, que a “capitania estava reduzida à última ruína...” Assim
se desconchavam os pareceres, agitando idênticos desânimos. Ou então
se harmonizavam de modo impressionador no firmarem a mesma
decadência das gentes singulares. Em 1762 o Bispo do Grão-Pará,
aquele extraordinário Fr. João de S. José - seráfico voltaireano que
tinha no estilo os lampejos da pena de Antônio Vieira - depois de
resenhar os homens e as coisas, “assentando que a raiz dos vícios da
terra é a preguiça”, resumiu os traços característicos dos
habitantes, deste modo desalentador: - “lascívia, bebedice e furto.”
Passam-se cem anos justos. Procura-se saber se tudo aquilo melhorou;
abrem-se as páginas austeras de Russel Wallace, e vê-se que alguma
vez elas parecem traduzir, ao pé da letra, os dizeres do arguto
beneditino, porque a sociedade indisciplinada passa diante das
vistas surpreendidas do sábio - drinking, gambling and lying -
bebendo, dançando, zombando - na mesma dolorosíssima inconsciência
da vida...
Assim, essa indiferença pecaminosa dos atributos superiores, esse
sistemático renunciar de escrúpulos e esse coração leve para o êrro,
são seculares; e surgem de um doloroso tirocínio histórico, que vem
da”Casa do Paricá” à “barraca” dos seringueiros. Compulsai os nossos
velhos cronistas, com especialidade o imaginoso Padre João Daniel, e
avaliareis o travamento de motivos físicos e morais que há muito,
ali, entibiam os caracteres. E lede Tenreiro Aranha, José Veríssimo,
dezenas de outros. Nestes livros se espalham, fracionadas, todas as
cenas de um dos maiores dramas da impiedade na História.
Depois há o incoercível da fatalidade física. Aquela natureza
soberana e brutal, em pleno expandir das suas energias, é uma
adversária do homem. No perpétuo banho de vapor, de que nos fala
Bates, compreende-se sem dúvida a vida vegetativa sem riscos e
folgada, mas não a delicada vibração do espírito na dinâmica das
idéias, nem a tensão superior da vontade nos atos que se alheiem dos
impulsos meramente egoísticos. Não exagero. Um médico italiano -
belíssimo talento - o Dr. Luigi Buscalione, que por ali andou há
pouco tempo, caracterizou as duas primeiras fases da influência
climatérica - sobre o forasteiro - a princípio sob a forma de uma
superexcitação das funções psíquicas e sensuais, acompanhada,
depois, de um lento enfraquecer-se de todas as faculdades, a começar
pelas mais nobres...
Mas neste apelar para o clássico conceito da influência climática
esqueceu-lhe, como a tantos outros, influxo porventura secundário,
mas apreciável, da própria inconstância da base física onde se agita
a sociedade.
A volubilidade do rio contagia o homem. No Amazonas, em geral,
sucede isto: o observador errante que lhe percorre a bacia em busca
de variados aspectos, sente, ao cabo de centenares de milhas, a
impressão de circular num itinerário fechado, onde se lhe deparam as
mesmas praias ou barreiras ou ilhas, e as mesmas florestas e igapós
estirando-se a perder de vista pelos horizontes vacios; - o
observador imóvel que lhe estacione às margens, sobressalteia-se,
intermitentemente, diante de transfigurações inopinadas. Os
cenários, invariáveis no espaço, transmudam-se no tempo. Diante do
homem errante, a natureza é estável; e aos olhos do homem sedentário
que planeie submetê-la à estabilidade das culturas, aparece
espantosamente revolta e volúvel, surpreendendo-o, assaltando-o por
vezes, quase sempre afugentando-o e espavorindo-o.
A adaptação exercita-se pelo nomadismo.
Daí, em grande parte, a paralisia completa das gentes que ali vagam,
há três séculos, numa agitação tumultuária e estéril.
* * *
Como quer que seja, para a Amazônia de agora devera restaurar-se
integralmente, na definição da sua psicologia coletiva, o mesmo
doloroso apotegma - ultra equinotialem non peccavi - que Barlaeus
engenhou para os desmandos da época colonial.
Os mesmos amazonenses, espirituosamente, o perceberam. À entrada de
Manaus existe a belíssima Ilha de Marapatá - e essa ilha tem uma
função alarmante. É o mais original dos lazaretos - um lazareto de
almas! Ali, dizem, o recém-vindo deixa a consciência... Meça-se o
alcance deste prodígio da fantasia popular. A ilha que existe
fronteira à bôca do Purus, perdeu o antigo nome geográfico e
chama-se “Ilha da Consciência”; e o mesmo acontece a uma outra,
semelhante, na foz do Juruá. É uma preocupação: o homem, ao penetrar
as duas portas que levam ao paraíso diabólico dos seringais, abdica
às melhores qualidades nativas e fulmina-se a si próprio, a rir, com
aquela ironia formidável.
É que, realmente, nas paragens exuberantes das heveas e castilloas,
o aguarda a mais criminosa organização do trabalho que ainda
engenhou o mais desaçamado egoísmo.
De feito, o seringueiro - e não designamos o patrão opulento, senão
o freguês jungido à gleba das “estradas” -, o seringueiro realiza
uma tremenda anomalia: é o homem que trabalha para escravizar-se.
Demonstra-se esta enormidade precitando-a com alguns cifrões
secamente positivos e seguros.
Vêde esta conta de venda de um homem:
No próprio dia em que parte do Ceará, o seringueiro principia a
dever: deve a passagem de proa até ao Pará (35$000), e o dinheiro
que recebeu para preparar-se (150$000). Depois vem a importância do
transporte, num “gaiola” qualquer de Belém ao barracão longínquo a
que se destina, e que é, na média, de 150$000. Aditem-se cêrca de
800$000 para os seguintes utensílios invariáveis: um boião de furo,
uma bacia, mil tigelinhas, uma machadinha de ferro, um machado, um
terçado, um refle (carabina Winchester) e duzentas balas, dois
pratos, duas colheres, duas xícaras, duas panelas, uma cafeteira,
dois carretéis de linha e um agulheiro. Nada mais. Aí temos o nosso
homem no “barracão” senhoril, antes de seguir para a barraca, no
centro, que o patrão lhe designará. Ainda é um “brabo”, isto é,
ainda não aprendeu o “corte da madeira” e já deve 1:135$000. Segue
para o posto solitário encalçado de um comboio levando-lhe a bagagem
e víveres, rigorosamente marcados, que lhe bastem para três meses: 3
paneiros de farinha de água, 1 saco de feijão, outro, pequeno, de
sal, 20 quilos de arroz, 30 de xarque, 21 de café, 30 de açúcar, 6
latas de banha, 8 libras de fumo e 20 gramas de quinino. Tudo isto
lhe custa cerca de 750$000. Ainda não deu um talho de machadinha,
ainda é o “brabo” canhestro, de quem chasqueia o “manso”
experimentado, e já tem o compromisso sério de 2:090$000.
Admitamos agora uma série de condições favoráveis, que jamais
concorrem: a) que seja solteiro; b) que chegue à barraca em maio,
quando começa o “corte”; c) que não adoeça e seja conduzido ao
barracão, subordinado a uma despesa de 10$000 diários; d) que nada
compre além daqueles víveres - e que seja sóbrio, tenaz,
incorruptível; um estóico firmemente lançado no caminho da fortuna
arrostando uma penitência dolorosa e longa. Vamos além - admitamos
que, malgrado a sua inexperiência, consiga tirar logo 350 quilos de
borracha fina e 100 de sernambi, por ano, o que é difícil, ao menos
no Purus.
Pois bem, ultimada a safra, este tenaz, este estóico, este indivíduo
raro ali, ainda deve. O patrão é, conforme o contrato mais geral,
quem lhe diz o preço da fazenda e lhe escritura as contas. Os 350
quilos remunerados hoje a 5$000 rendem-lhe 1:750$000; os 100 de
sernambi, a 2$500, 250$000. Total 2:000$000.
É ainda devedor e raro deixa de o ser. No ano seguinte já é “manso”:
conhece os segredos do serviço e pode tirar de 600 a 700 quilos. Mas
considere-se que permaneceu inativo durante todo o período da
enchente, de novembro a maio _ sete meses em que a simples
subsistência lhe acarreta um excesso superior ao duplo do que trouxe
em víveres, ou seja, em números redondos, 1:500$000 - admitindo-se
ainda que não precise renovar uma só peça de ferramenta ou de roupa
e que não teve a mais passageira enfermidade. É evidente que, mesmo
neste caso especialíssimo, raro é o seringueiro capaz de
emancipar-se pela fortuna.
Agora vede o quadro real. Aquele tipo de lutador é excepcional. O
homem de ordinário leva àqueles lugares a imprevidência
característica da nossa raça; muitas vezes carrega a família, que
lhe multiplica os encargos; e quase sempre adoece, mercê da
incontinência generalizada.
Adicionai a isto o desastroso contrato unilateral, que lhe impõe o
patrão. Os “regulamentos” dos seringais são a este propósito
dolorosamente expressivos. Lendo-os, vê-se o renascer de um
feudalismo acalcanhado e bronco. O patrão inflexível decreta, num
emperramento gramatical estupendo, coisas assombrosas.
Por exemplo: a pesada multa de 100$000 comina-se a estes crimes
abomináveis: a) ‘fazer na árvore um corte inferior ao gume do
machado”; b) “levantar o tampo da madeira na ocasião de ser
cortada”; c) “sangrar com machacinhas de cabo maior de quatro
palmos”. Além disto o trabalhador só pode comprar no armazém do
barracão, “não podendo comprar a qualquer outro, sob pena de passar
pela multa de 50% sobre a importância comprada”.
Farpeiem-se de aspas estes dizeres brutos. Ante eles é quase
harmoniosa a gagueira terrível de Caliban.
É natural que ao fim de alguns anos o “freguês” esteja
irremediàvelmente perdido. A sua dívida avulta ameaçadoramente:
três, quatro, cinco, dez contos, às vezes, que não pagará nunca.
Queda, então, na mórbida impassibilidade de um felá desprotegido
dobrando toda a cerviz à servidão completa. O “regulamento” é
impiedoso: “Qualquer “freguês” ou “aviado” não poderá retirar-se sem
que liqüide todas as suas transações comerciais...” Fugir? Nem cuida
em tal. Aterra-o o desmarcado da distância a percorrer. Buscar outro
barracão? Há entre os patrões acordo de não aceitarem, uns os
empregados de outros, antes de saldadas as dívidas, e ainda há pouco
tempo houve no Acre numerosa reunião para sistematizar-se essa
aliança, criando-se pesadas multas aos patrões recalcitrantes.
Agora, dizei-me, que resta, no fim de um qüinqüênio, do aventuroso
sertanejo que demanda aquelas paragens, ferretoado da ânsia de
riquezas?
Não o ligam sequer à terra. Um artigo do famoso “regulamento”
torna-o eterno hóspede dentro da própria casa. Citemo-lo com todo o
brutesco de sua expressão imbecil e feroz: “Todas as benfeitorias
que o liqüidado tiver feito nesta propriedade perderá totalmente o
direito uma vez que retire-se.”
Daí o quadro doloroso que patenteiam, de ordinário, as pequenas
barracas. O viajante procura-as e mal descobre, entre as sororocas,
a estreitíssima trilha que conduz à vivenda, meio afogada no mato. É
que o morador não despende o mais ligeiro esforço em melhorar o
sítio de onde pode ser expelido em uma hora, sem direito à
reclamação mais breve.
Esta resenha comportaria alguns exemplos bem dolorosos. Fora inútil
apontá-los. Dela ressalta impressionadoramente a urgência de medidas
que salvem a sociedade obscura e abandonada: uma lei do trabalho que
nobilite o esforço do homem; uma justiça austera que lhe cerceie os
desmandos; e uma forma qualquer do homestead que o consorcie
definitivamente à terra.
Rios em Abandono
O geógrafo norte-americano Morris Davis revelou o “ciclo vital” dos
rios. Era uma concepção revolucionária; e não houve cientista
jungido à enfezada geografia descritiva, dominante ainda entre nós,
que se não escandalizasse ante o conceito desassombrado do yankee.
Mas o antagonismo foi passageiro e frágil. Uma simples monografia,
Rivers and Valleys of Pennsylvania, deslocou, de golpe, desde 1889,
toda a fortaleza inerte da rotina; e firmou um nôvo rumo ao critério
geográfico, não já apenas pelo associar à forma a estrutura dos
terrenos, completando os facies inexpressivos das superfícies com os
elementos geológicos, senão também esclarecendo a gênese dos mais
breves acidentes e descobrindo nas linhas pinturescas da móvel
fisionomia da terra a expressão eloqüente das energias naturais que
a modelaram e sem cessar a transfiguram. Por fim ninguém mais
estranhou que Morris Davis, impelido aos últimos corolários da nova
doutrina, se abalançasse a uma espécie de fisiologia monstruosa e
descrevesse dramàticamente as complexas vicissitudes da existência
milenária dos fartos cursos de águas, mostrando-no-los com uma
infância irrequieta, uma adolescência revolta, uma virilidade
equilibrada e uma velhice ou uma decrepitude melancólica, como se
eles fossem estupendos organismos sujeitos à concorrência e à
seleção, destinados ao triunfo, ou ao aniquilamento, consoante mais
ou menos se adaptam às condições exteriores.
Não acompanharemos o genial biógrafo dos rios pensilvânicos no
explanar a teoria admirável, que é o caso impressionador de uma
entrada triunfante - ou de uma rush atrevida - da imaginação e da
fantasia nos remansos da ciência. Baasta-nos notar que ela foi
aceita em toda a linha e é infrangível, esteando-se em dados
indutivos e seguros.
Todas as caudais, de feito, atravessam períodos inevitáveis, de
ritmos uniformes e constantes, malgrado a variabilidade do teatro em
que se operam: a princípio indecisas, errantes e frágeis, derivando
ao acaso, ao viés dos pendores, como à procura de um berço em cada
dobra do chão, e acumulando-se nos numerosos lagos, incoerentemente
esparsos, onde repousam; depois, definidas nas primeiras linhas de
drenagem mais estáveis e fundas para onde convergem, adensadas, as
chuvas, formando-se o aparelho das correntes, reprofundando-se os
leitos esboçados e iniciando-se com a energia tumultuária das
cachoeiras o choque secular com as asperezas da terra, longo tempo;
até que, extintos os empeços estruturais, estabelecido um leito e
definido um traçado, o rio se constitua, com os seus afluentes
fixos, um declive contínuo em curvaturas regulares, um talvegue
ajustado à contextura do solo e à diferenciação morfológica que lhe
reflete a um tempo os seus vários estádios - das cabeceiras onde
perduram as águas selvagens do antigo regime torrencial, ao curso
médio que lhe caracteriza a situação presente, e ao trecho inferior,
prefigurando-lhe a decrepitude, onde ele se espraia repousadamente e
constrói pela colmatagem das vasas que acarreta com velocidade
insensível, a própria planície aluvial em que descansa.
É a fase de madureza. O rio está na plenitude da vida, depois da
molduragem complexa de todos os relevos. Atinge-a rematando um
esforço pertinaz, que é por vezes toda a história geológica da
região.
Não houve um ponto em todo o percurso de centenares ou de milhares
de quilômetros que ele não atacasse, um grão de areia que não
removesse, balanceando as escavações a montante com os aterros a
jusante - construindo-se a si mesmo - obediente à tendência
universal para as situações estáveis. Adquiriu, por fim, o seu
perfil longitudinal de equilíbrio, e este, ainda abrupto nas
vertentes, onde a correnteza é máxima e o volume mínimo, vem
continuamente amortecendo-se, em sucessivo decair de declive, até ao
quase horizontalismo no nível de base, da foz, onde aqueles
elementos se invertem, resultando o equilíbrio dinâmico do sistema
da relação inversa entre as massas liqüidas e as velocidades que se
arrastam.
Como quer que seja, desde que alcança este período, todos os
elementos do seu talvegue, projetados em plano vertical, desenham-se
com a forma aproximada de um ramo de desmedida parábola, de
concavidade volvida para as alturas.
Assim se traduz geomètricamente um fato mecânico complexo. E bem que
a tendência para aquela figura seja em geral perturbada ou extinta
nas camadas de resistência variável, onde as rochas desvendadas
originam o antagonismo das cachoeiras, é inegável que a curva
parabólica se delineia nos terrenos homogêneos como sendo a forma
definitiva da secção longitudinal de todos os rios no remate de suas
vicissitudes evolutivas.
* * *
O Purus é um dos melhores exemplos.
Desenhando-se-lhe o perfil em toda a extensão itinerária de 3210
quilômetros que vai da embocadura no Solimões aos últimos manadeiros
do Ribeirão Pucani, na serrania deprimida e sem nome que separa as
maiores bacias hidrográficas da Terra, chega-se muito
aproximadamente àquele ramo de parábola.
Pelo menos nenhuma outra curva o definirá melhor.
Demonstra-o êste quadro onde os vários trechos se sucedem de modo a
acompanhar-se em todo o seu percurso a queda regularíssima das
águas:
SECÇÕES Distâncias Diferenças Declividade Declive
Itinerárias de nível geral quilométrico
(Km)(metros)(metros)
Das nascentes ao Curiuja1171891/6191,60
Do Curiuja a Curanja278601/45000,22
De curanja à foz do Chandless304491/65000,16
Do Chandless à foz do Iaco300391/77000,13
Do Iaco ao Acre237271/87000,115
Do Acre ao Pani233201/110000,085
Do Pani ao Mucuím740581/129000,077
Do Mucuím ao Solimões990151/667000,015
Aí só há um dado vacilante: o que resulta da diferença de nível nos
pontos extremos do último trecho. Deduzimo-lo adotando um mínimo de
18 metros para altura da foz do Purus, sobre o nível do mar, quando
ela é certamente maior e mais favorável, portanto, às nossas
conclusões. Os demais elementos, devemo-los aos trabalhos de William
Chandless e às nossas observações recentes.
Ora, ao mais rápido lance de vistas, e sem que se exija um desenho
facílimo, verifica-se que o grande rio, atravessando um terreno
homogêneo e mais ou menos impermeável, subordinado a um declive que,
apesar de diminuto, é dominante na vasta planura, onde as chuvas se
distribuem com regularidade incomparável - é dos que mais se adaptam
às condições teóricas indicadas por Morris Davis; e no ultimar a sua
evolução geológica retrata-se admiràvelmente na parábola majestosa
de que tratamos há pouco.
No estudar o seu regime geral vamos, portanto, com a firmeza de quem
discute a equação de uma curva.
Assim, considerando o primeiro trecho, aquela declividade de 1,60m
por quilômetro, tão diversa da que se lhe sucede, de 0,22m, diz-nos
para logo, dispensando o exame local, que o verdadeiro Alto-Purus -
demarcado oficialmente a partir da boca do Acre, e estendido por
alguns geógrafos ainda mais para jusante - principia de fato muito
além, a 3079 quilômetros da foz, na confluência do Cujar e do
Curiuja, os dois tributários em que ele se reparte numa dicotomia
perfeita, perdendo o nome e esgalhando-se largamente fracionado
pelos mais remotos pontos da sua vasta bacia de captação.
Por outro lado, o declive real de mal se aproxima da conhecida
relação firmada como o limite mínimo das vertentes torrenciais.
Conclui-se, então, de pronto, que o rio, até no seu último segmento,
onde é sempre mais difícil e remorada a regularização dos leitos,
está numa fase avançadíssima de desenvolvimento. É o caso
excepcional de uma grande artéria, entre as maiores existentes,
capaz de ser navegada nas mais extremas nascentes, durante as cheias
que lhe encubram os numerosos degraus das corredeiras - porque em
tal quadra, admitindo que as águas subam de três metros numa calha
de dez, com aquele declive, que corresponde a 0,0015m por metro, o
simples emprego da fórmula de D’Aubuisson, nos diz que as corrrentes
derivarão com a velocidade máxima de apenas 2,20m, fàcilmente
balanceada por uma lancha veloz.
Ora, estas deduções resultantes de breve contemplação de um quadro
tão expressivo que dispensa o diagrama correspondente, ressaltam,
vivamente, às mais incuriosas vistas de observador escoteiro, que
ali passe depois de varar a planura amazônica num itinerário de
quinhentas léguas.
De fato, o que sobremaneira o impressiona é o espetáculo da terra
profundamente trabalhada pelo indefinido e incomensurável esforço
dos formadores do rio. Chega, depois de trilhar o canyon coleante do
Pucani, ao sopé das últimas vertentes; defronta a clivosa escarpa de
uma corda insignificante de cerros deprimidos; vinga-lhe em três
minutos a altura relativa de sessenta metros escassos - e não
acredita que esteja na fronteira hidrográfica mais extraordinária do
globo, podendo ir de uma passada única do Vale do Amazonas ao Vale
do Ucaiáli...
A altura em que se vê não lhe basta a desapertar os horizontes, ou a
atalaiar as distâncias. É inapreciável. Não há abrangê-la com a
escala mais favorável dos mapas. E sem dúvida jamais compreenderia
tão indeciso divortium aquarum a tão opulentas artérias, se ao
buscar aqueles rincões, varando, ao arrepio das itaipavas, por
dentro das calhas reprofundadas do Cujar, do Cavaljane e do Pucani,
o observador se não habituasse a contemplar, longos dias, os mais
enérgicos efeitos da dinâmica poderosa das águas que transmudaram a
paragem outrora mais em relevo e dominante. Não lhe importa a inópia
de conhecimentos paleontológicos ou a carência de fósseis
norteadores. Está, evidentemente, sobre a ruinaria de uma sublevação
quase extinta, cujo sinclinal ele pode reconstruir, prolongando as
linhas dos estratos que afloram nos sulcos onde se encaixam aqueles
últimos tributários, denunciando todos na tranqüilidade relativa,
quase remansados nos intervalos de suas corredeiras (restos de
velhíssimas catadupas destruídas), a derradeira fase de uma luta em
que o Purus, para alongar a sua seção de estabilidade, teve que
derruir montanhas. Pelo menos a atividade erosiva e o volume de
materiais arrebatados de todos aqueles pendores, foram
incalculáveis, para que as linhas de drenagem se abatessem até aos
substrato rochoso e declinasse, como vimos, aos graus apropriados
aos cursos navegáveis.
Apesar disto, a transição para o trecho seguinte ainda é repentina.
Passa-se da declividade quilométrica de 4,60m, para a de 0,22m.
Mas é o único salto. Daí por diante, como o revela o quadro
anterior, até ao último segmento extremado pela foz, onde para
descer-se um metro se tem de caminhar 66,700, a atenuação dos
declives prossegue com uma regularidade perfeita, incluindo o Purus
entre as caudais de todo regularizadas, cujo “ciclo vital”
progressivo vai cerrrando-se.
Não aprofunda mais o leito. Os próprios afloramentos de grés
(Parasandstein) aparecendo nas vazantes, dispersos entre Huitanaã e
a embocadura do Acre, e dali para cima ainda mais raros até pouco
além do Iaco, reforçam a afirmativa, bem que na aparência a
invalidem. Restos de antigas corredeiras desmanteladas surgem como
testemunhos das erosões primitivas e não provocam, em geral, o
mínimo desnivelamento. O pequeno povoado da Cachoeira, que se erige
defrontando um trecho tranqüilo do rio, tem o mais impróprio dos
nomes, expressivo apenas no recordar um acidente perdido em remoto
passado geológico e do qual perduram apenas alguns blocos
desordenadamente acumulados em minúsculos recifes, e breves
“travessões”. Ali, como nos outros trechos, o mesmo quadro da terra
estirando-se, complanada, pelos quadrantes, ou docemente ondulada
denunciando a mais completa molduragem, associa-se aos demais
caracteres no sugerir a derradeira fase do processo evolutivo do
vale.
Um elemento apenas falta: a regularidade na sucessão das curvas de
nível das vertentes imediatas às margens, que se fronteiam. Qualquer
seção transversal do Purus representa as mais das vezes uma praia
deprimida que mal se alteia vagarosamente até ao rebordo longínquo
da planície pouco elevada, contraposta a uma barranca despenhada,
como a da margem oposta à boca do Chandless, ou caindo às vezes a
prumo, feito uma muralha, como na situação admirável do Catai.
É que à imutabilidade daquele perfil de equilíbrio se antepões a
variabilidade da sua planta, em escala capaz de justificar os que o
incluem entre os rios “cujos leitos e margens não estão sequer
delineados em seus perfis de estrutura definida a assente”.
Realmente, o Purus, um dos mais tortuosos cursos d’água que se
registram, é também dos que mais variam de leito. Divaga, consoante
o dizer dos modernos geógrafos. A própria velocidade diminuta, que
adquiriu e vai decrescendo sempre até ao quase rebalsamento, nas
cercanias da foz, aliada à inconsistência dos terrenos aluvianos,
formados por ele mesmo com os materiais conduzidos das nascentes,
determina-lhe este caráter volúvel. Às suas águas, derivando em
correntezas fracas, falta a quantidade de movimento necessária às
direções intorcíveis. O mínimo obstáculo desloca-as. Um tronco de
samaúma que tombe de uma das margens, abarreirando-se ligeiramente,
desvia o empuxo da massa líqüida contra a outra, onde de pronto se
exercita, menos em virtude da força viva da corrente que da
incoerência das terras, intensíssima erosão de efeitos precipitados.
A indecisa arqueadura, que logo se forma, circularmente, se acentua,
e, à medida que aumenta, vai tornando mais violentos os ataques da
componente centrífuga da correnteza que lhe solapa a concavidade
crescente, fazendo que em poucos anos todo o rio se afaste,
lateralmente, do primitivo rumo. Mas como êste se traçou adscrito
aos pontos determinantes de um perfil de equilíbrio inviolável,
aquele desvio nunca é uma bifurcação, ou definitiva mudança. O rio,
depois de rasgar o amplo círculo de erosão, procura volver ao antigo
canal, como quem contorneou apenas um obstáculo encontrado em
caminho.
O círculo por onde ele se alonga tende a fechar-se. De sorte que
toda a área de terrenos abrangidos se transmuda em verdadeira
peníncula, ligada por um istmo tão delgado, às vezes, que o
caminhante o atravessa em minutos, enquanto gasta um dia inteiro de
viagem, embarcado, para perlongar o contorno da terra quase
insulada. Por fim esta se destaca, ilhando-se de todo. No sobrevir
de uma enchente o Purus despedaça a frágil barreira do istmo; e
retoma, de golpe, o primitivo curso, deixando à margem, a relembrar
o desvio por onde divagou, um lago anular, não raro amplíssimo.
Prossegue. Reproduz adiante outros meandros caprichosos, completados
sempre pela criação dos mesmos lagos, ou “sacados”. E assim vai -
perpètuamente oscilante aos lados de seu eixo invariável - num ritmo
perfeito, refletindo o jogar de leis mecânicas capazes de se
sintetizarem numa fórmula, que seria a tradução analítica de curioso
movimento pendular sobre um plano de nível.
Desta maneira, ali se resolve naturalmente um dos mais sérios
problemas de hidráulica fluvial. De fato, aqueles lagos são
verdadeiros diques, funcionando com um duplo efeito: de um lado
impedem as inundações devastadoras, absorvendo os excessos das
cheias transbordantes; de outro lado, regulam o regime das águas,
durante as grandes estiagens, em que se abrem por si mesmos,
automàticamente, “estourando”, para usar uma expressão local, e
restituindo ao rio empobrecido da vazante parte das massas líqüidas
que economizaram.
Não se calcula o valor destes trabalhos colossais da natureza.
Revela-no-los bem um confronto expressivo. Os hidráulicos franceses
que averbaram em 1856, como pormenor inverossímil, uma subida de
10,90m, das águas do Garona, originando uma das inundações mais
funestas que têm ocorrido na Europa, - certo não compreenderiam a
própria existência do vasto território amazônico convizinho ao Purus
(que vale cerca de cinqüenta Garonas cheios) se soubessem que ele se
alteia 15 metros na foz, onde tem uma milha de largo, e que dali a
montante as águas tufam num crescendo espantoso até 23 metros sobre
as estiagens, na confluência do Acre.
No entanto estas enchentes são inócuas.
A massa líqüida, inflada logo às primeiras chuvas, sobe, galgando
velozmente as barrancas, e em poucos dias vai bater nos esteios dos
barracões eretos nos “firmes” mais altos do terreno... e todo êste
dilúvio em marcha não acachoa, não tumultua, não se arremessa em
correntezas vertiginosas, não enleia as embarcações torcendo-as nas
espirais vibrantes dos remoinhos e não devasta a terra. Difunde-se;
extingue-se silenciosamente; perde-se inofensivo naqueles milhares
de válvulas de segurança; e espraiando-se, raso, pelo chão das
matas, ou espalmando-se, desafogadamente, em desmarcadas superfícies
onde repontam, salteadas, as últimas ramas floridas dos igapós
afogados, vai, ao contrário, regenerando aquela mesma terra, e
reconstruindo-a porque a torna de ano em ano mais elevada com a
colmatagem perfeita de toda a vasa que acarreta.
Assim, em toda aquela planura, o notável afluente amazônico,
serpenteando nas inumeráveis sinuosas que lhe tornam as distâncias
itinerárias duplas das geográficas, inclui-se entre os mais
interessantes “rios trabalhadores”, construindo os diques
submersíveis que o aliviam nas enchentes - e lhe repontam,
intermitentemente às duas bandas, ora próximos, ora afastados,
salpintando todas as várzeas ribeirinhas, e avultando maiores e mais
numerosos à medida que se desce, e se amortecem os declives, até a
larga baixada centralizada em Canutama onde as grandes águas
tranqüilas derivam majestosamente, equilibradas, sulcando de meio a
meio a vastidão de nível de um mediterrâneo esparso.
* * *
Mas esta formação de lagos ou reservatórios naturais, cuja função
benéfica vimos de relance, acarreta inconvenientes de tal porte, que
tornam, por vezes, em alguns pontos, quase impenetrável uma artéria
fluvial que pelos elementos privilegiados de seu perfil concorre com
as mais acessíveis à navegação regular.
Realmente nesse afanoso derruir de barrancas, para torcer-se em
seus incontáveis meandros, o Purus entope-se com as raízes e troncos
das árvores que o marginam.
Às vezes é um lanço unido, de quilômetros, de “barreira”, que lhe
cai de uma vez e de súbito em cima, atirando-lhe, desarraigada,
sobre o leito, uma floresta inteira.
O fato é vulgaríssimo. Conhecem-no todos os que por ali andam. Não
raro o viajante, à noite, desperta sacudido por uma vibração de
terremoto, e aturde-se apavorado ouvindo logo após o fragor
indescritível de miríades de frondes, de troncos, de galhos,
entrebatendo-se, rangendo, estalando e caindo todos a um tempo, num
baque surdo e prolongado, lembrando o assalto fulminante de um
cataclismo e um desabamento da terra.
São, de fato, “as terras caídas”, das quais resultam sempre duas
sortes de obstáculos: de um lado o inextricável acervo de galhadas e
troncos, que se entrecruzam à superfície d’água, ou irrompem em
pontas ameaçadoras, do fundo; e de outro as massas argilosas, ou
argilo-arenosas que a corrente pouco veloz não dissolve,
permitindo-lhes acumularem-se nas minúsculas ilhotas dos “torrões”,
ou, mais prejudiciais, nos rasos bancos compactos dos “salões”,
impropriando a passagem aos mais diminutos calados.
Não precisamos insistir neste fato.
A sua gravidade é intuitiva. E considerando-se que ele se reproduz
em toda a extensão de 480 quilômetros, que vai da embocadura ao Iaco
à do Curiuja, onde se acumulam cada vez mais aqueles entraves,
indefinidamente crescentes, chega-se a concluir que o Purus, depois
de haver conseguido um dos mais regulares perfis de toda a
hidrografia e de aparelhar-se com os melhores elementos predispostos
a uma rara fixidez de regime, erigindo-se modelo admirável entre as
caudais mais bem talhadas à grande navegação - está, agora, a pouco
e pouco perdendo a maior parte dos seus resquisitos superiores, com
o progredir de um atravancamento em larga escala, que o tornará mais
tarde inteiramente impenetrável.
Dizemo-lo baseando-nos em penosa experiência culminada por um
naufrágio. Sobretudo além da embocadura do Chandless, multiplicam-se
tanto estes empecilhos de todo estranhos à “tectônica” especial do
rio, que em longos “estirões”, com a profundidade média de cinco a
seis pés, nas vazantes, onde passariam carregadas as mais poderosas
lanchas, mal pode deslizar uma montaria ligeira. Escusamo-nos de
exemplificar alongando estas considerações ligeiras. Notemos apenas
que a partir do tributário precitado até a bifurcação Cujar-Curiuja,
o Purus em vários lugares parece correr por cima de uma antiga
derrubada. Vai-se como entre os galhos estonados e revoltos de uma
floresta morta. E se observarmos que, além dos empeços em si mesmas
encerrados, estas tranqueiras, rebalsando as águas que se filtram
entre os ramos unidos, facilitam a formação de toda a sorte de
baixios, compreender-se-á em toda a sua latitude o progredimento
contínuo dessa obstrução prejudicialíssima.
Porque os homens que ali mourejam - o caucheiro peruano com as suas
tanganas rijas, nas montarias velozes, o nosso seringueiro, com os
varejões que lhe impulsionam as ubás, ou o regatão de todas as
pátrias que por ali mercadeja nas ronceiras alvarengas arrastadas à
sirga - nunca intervêm para melhorar a sua única e magnífica
estrada; passam e repassam nas paragens perigosas; esbarram mil
vezes a canoa num tronco caído há dez anos junto à beira de um
canal; insinuam-se mil vezes com as maiores dificuldades numa
ramagem revolta barrando-lhes de lado a lado o caminho, encalham e
arrastam penosamente as canoas sobre os mesmos “salões” de argila
endurecida; vezes sem conta arriscam-se ao naufrágio, precipitando,
ao som das águas, as ubás contra as pontas duríssimas dos troncos
que se enristam invisíveis, submersos de um palmo - mas não
despendem o mínimo esforço e não despedem um golpe único de facão ou
de machado num só daqueles paus, para desafogar a travessia.
As lanchas, e até os vapores, que ali vão aparecendo mais a miúdo,
à medida que avultam as safras dos cento e vinte opulentos seringais
que já se abriram acima da confluência do Iaco, viajam,
invariàvelmente, nas quadras favoráveis das cheias, quando aqueles
entraves se afogam em alguns metros de fundo.
Sobem, velozes, o rio; descarregam, precipitadamente, em vários
pontos as mercadorias consignadas; carregam-se de borracha; e tornam
logo, precípites, águas abaixo, fugindo. Apesar disto, algumas não
se forram a repentinas descidas de nível, prendendo-as. E lá se
ficam, longos meses - esperando a outra enchente, ou o inesperado de
um “repiquete” propício, invernando paradoxalmente sob as soalheiras
caniculares - nas mais curiosas situações: ora em pleno rio,
agarradas pelos centenares de braços das árvores secas, que as
imobilizam; ora a meio da barranca, onde as surpreendeu a vazante,
grosseiramente especadas, encombentes, com as proas afocinhando,
inclinadas, em riscos permanentes de queda; ora no alto de uma
barreira, como autênticos navios-fantasmas, aparecendo, de improviso
e surpreendedoramente, em plena entrada da mata majestosa.
O contraste desta navegação com as admiráveis condições técnicas
imanentes ao rio é flagrante. O Purus - e como ele todos os
tributários meridionais do Amazonas, à parte o Madeira - está
inteiramente abandonado.
Entretanto o simples enunciado destes inconvenientes, evidentemente
alheios às suas admiráveis condiões estruturais, delata que a
remoção deles, embora demorada, não demanda trabalhos excepcionais
de engenharia e excepcionais dispêndios.
O que resta fazer, ao homem, é rudimentar e simples.
Os grandes, os sérios problemas de hidráulica fluvial que ali
houve, resolveu-os o próprio rio agindo no jogo harmonioso das
forças naturais que o modelaram.
E eles representam um trabalho incalculável. O Purus é uma das
maiores dádivas entre tantas com que nos esmaga uma natureza
escandalosamente perdulária.
Vejamo-lo, de relance.
Toda a hidráulica fluvial parece ter nascido entre os leitos do
Garona e do Loire, tais e tantos os monumentos que ali levantou a
engenharia francesa. Nunca o homem arremeteu com tamanha pertinácia
o brilho com a brutalidade dos elementos. Os romanos transfigurando
a Argélia e os holandêses construindo a Holanda, emparelham-se bem
com os abnegados profissionais que durante um século, impassíveis
ante sucessivos reveses, se devotaram à empresa exaustiva de
paralisar torrentes, de atenuar inundações e de encadear avalanchas,
na dupla tentativa de facilitar a navegação e de proteger os
territórios ribeirinhos.. E todo esse magnífico esforço em que se
imortalizaram Deschamps, Dieulafoy e Belgrand, resuktou em grande
parte inútil. Inútil ou contraproducente. Os primores da engenharia
estragaram o Loire.
Os diques submersíveis ou insubmersíveis destinados a salvarem as
povoações, os canais de socorro que se lhes anexavam, as margens
artificiais ladeando em dezenas de quilômetros o leito menor das
caudais, os enrocamentos antepostos às erosões, as barragens
antepostas às correntezas - tinham em geral a duração efêmera dos
seis meses da estiagem, tal a inconstância irreparável daquelas
artérias.
Por fim engenharam-se estupendos reservatórios alcandorados nos
Pireneus, escalonando-se por todos os pendores, para armazenar as
inundações. E armazenavam catástrofes - rompendo-se-lhes os muros,
de onde saltavam as ondas despenhadas varrendo povoados inteiros...
Mas ainda quando estas ruturas dos reservatórios compensadores não
formassem os episódios mais dramáticos da história da engenharia, e
eles pudessem erigir-se estáveis e sem riscos, nós, quaisquer que
fossem os nossos esforços e os nossos dispêndios, jamais os
construiríamos como no-los construiu o Purus.
Considere-se, para isto, êste exemplo. Duponchel, para dar ao Neste
- um pequeno rio com a despesa média de 25 metros cúbicos - um
modelo constante, que lhe amortecesse as inundações, calculou um
reservatório de 300.000.000.000 de litros e recuou ante o algarismo
colossal.
Ora, o Neste é três vezes menor que o Iaco, que, entretanto, não se
inclui entre os maiores afluentes do Purus.
Diante destes dados formidáveis põe-se de manifesto que a
construção de reservatórios compensadores no grande rio seria o
mesmo que fazer um mar; e conclui-se que os existentes,
numerosíssimos, às suas margens, representam um capital inestimável
e acima dos mais ousados orçamentos.
Precisamos ao menos conservá-lo. Aproveitemos uma lição velha de um
século. O Mississipi, que no seu curso inferior retrata o traçado do
Purus com a exação de um decalque, era, pelas mesmas causas, ainda
mais inçado de empecilhos, tornando-o quase impenetrável e em muitos
lugares de todo intransponível. Alguns dos seus tributários não
estavam apenas trancados: desapareciam, literalmente, sob os
abatises.
No entanto o grande rio, hoje transfigurado, desenha-se como um dos
traços mais vivos da pertinácia norte-americana.
Lá está, porém, no seu vale, em um de seus afluentes, o Rio
Vermelho, um caso desalentador. É um rio perdido. O yankee
descobriu-o tarde demais. A desmedida tranqueira, the great raft,
exatamente formada como as que estão formando-se no Purus, estira o
labirinto de seus madeiros e das suas frondes mortas por 630
quilômetros - e lá está, indestrutível, depois de desafiar durante
vinte e dois anos os maiores esforços para uma desobstrução
impossível.
Estabelecida a proporção entre aquele rio minúsculo e o Purus,
entre nós e os norte-americanos, aquilatam-se as dificuldades que
nos aguardarão, se progredirem os obstáculos apontados, e cuja
remoção atual, completando-se com a defesa, embora rudimentar, das
margens mais ameaçadas pelas erosões, é ainda de relativa
facilidade. Ao mesmo passo se atenuarão consideràvelmente as
“divagações” precitadas, que constituem verdadeira anomalia num rio
aparelhado de um perfil de estabilidade demonstrável até
geomètricamente, como vimos.
De qualquer modo urge iniciar-se desde já modestíssimo, mais
ininterrupto, passando de governo a governo, numa tentativa
persistente e inquebrantável, que seja uma espécie de compromisso de
honra com o futuro, um serviço organizado de melhoramentos, pequeno
embora em começo, mas crescente com os nossos recursos - que nos
salve o majestoso rio.
Von den Stein, com a agudeza irrivalizável de seu belo espírito,
comparou, algures, pinturescamente, o Xingu a um “enteado” da nossa
geografia.
Estiremos o paralelo.
O Purus é um enjeitado.
Precisamos incorporá-lo ao nosso progresso, do qual ele será, ao
cabo, um dos maiores fatores, porque é pelo seu leito desmedido em
fora que se traça, nestes dias, uma das mais arrojadas linhas da
nossa expansão histórica.
Um clima caluniado
Na definição climática das circunscrições territoriais criadas pelo
Tratado de Petrópolis tem-se incluído sempre um elemento
curiosíssimo, ante o qual o psicólogo mais rombo suplanta a
competência do Professor Hann, ou qualquer outro mestre em coisas
meteorológicas: o desfalecimento moral dos que para lá seguem e
levam desde o dia da partida a preocupação absorvente da volta no
mais breve prazo possível. Cria-se uma nova sorte de exilados - o
exilado que pede o exílio, lutando por vezes para o conseguir,
repelindo outros concorrentes, ao mesmo passo que vai adensando na
fantasia alarmada as mais lutuosas imagens no prefigurar o paraíso
tenebroso que o atrai.
Parte, e leva no próprio estado emotivo a receptividade a todas as
moléstias.
Atravessa quinze dias infindáveis a contornear a nossa costa. Entra
no Amazonas. Reanima-se um momento ante a fisionomia singular da
terra; mas para logo acabrunha-o a imensidade deprimida - onde o
olhar lhe morre no próprio quadro que contempla, certo enorme, mas
em branco e reduzido às molduras indecisas das margens afastadas.
Sobe o grande rio; e vão-se-lhe os dias inúteis ante a imobilidade
estranha das paisagens de uma só côr, de uma só altura e de um só
modelo, com a sensação angustiosa de uma parada na vida: atônicas
todas as impressões, extinta a idéia do tempo, que a sucessão das
aparências exteriores, uniformes, não revela - e retraída a alma
numa nostalgia que não é apenas a saudade da terra nativa, mas da
Terra, das formas naturais tradicionalmente vinculadas às nossas
contemplações, que ali se não vêem, ou se não destacam na
uniformidade das planuras...
Entra por um dos grandes tributários, o Juruá ou o Purus. Atinge ao
seu objetivo remoto; e todos os desalentos se lhe agravam. A terra
é, naturalmente, desgraciosa e triste, porque é nova. Está em ser.
Faltam-lhe à vestimenta de matas os recortes artísticos do trabalho.
Há paisagens curtas que vemos por vezes, subjetivamente, como um
reflexo subconsciente de velhas contemplações ancestrais. Os cerros
ondulantes, os vales, os litorais que se recortam de angras, e os
próprios desertos recrestados, afeiçoam-se-nos às vistas por maneira
a admitirmos um modo qualquer de reminiscência atávica. Vendo-os
pela primeira vez, temos o encanto de equipararmos o que imaginamos
com o que se nos antolha, numa exteriorização tangível de contornos
anteriormente idealizados.
Ali, não. Desaparecem as formas topográficas mais associadas à
existência humana. Há alguma coisa extraterrestre naquela natureza
anfíbia, misto de águas e de terras, que se oculta, completamente
nivelada, na sua própria grandeza. E sente-se bem que ela
permaneceria para sempre impenetrável se não se desentranhasse em
preciosos produtos adquiridos de pronto sem a constância e a
continuidade das culturas. As gentes que a povoam talham-se-lhe pela
braveza. Não a cultivam, aformoseando-a: domam-na. O cearense, o
paraibano, os sertanejos nortistas, em geral, ali estacionam,
cumprindo, sem o saberem, uma das maiores empresas destes tempos.
Estão amansando o deserto. E as suas almas simples, a um tempo
ingênuas e heróicas, disciplinadas pelos reveses, garantem-lhes,
mais que os organismos robustos, o triunfo na campanha formidável.
O recém-vindo do Sul chega em pleno desdobrar-se daquela azáfama
tumultuária, e, de ordinário, sucumbe. Assombram-no, do mesmo lance,
a face desconhecida da paisagem e o quadro daquela sociedade de
caboclos titânicos que ali estão construindo um território. Sente-se
deslocado no espaço e no tempo; não já fora da pátria, senão arredio
da cultura humana, extraviado num recanto da floresta e num desvão
obscurecido da História.
Não resiste. Concentra todos os alentos que lhe restam para o só
efeito de permanecer algum tempo, inútil e inerte, no posto que lhe
marcaram; mal desempenhando os mais simples deveres; indo-se-lhe os
olhos em todos os vapores que descem - e o espírito ausente nos
lares afastados, longo tempo, em um exaustivo agitar de apreensões e
conjeturas - até que o sacuda, inesperadamente,, em pleno dia
canicular, um súbito estremeção de frio, delatando-lhe a vinda
salvadora, e por vezes reconditamente anelada, da febre. E é uma
surpresa gratíssima. A vida desperta-se-lhe de golpe, naquela
cotovelada da morte que passou por perto. O impaludismo
significa-lhe, antes de tudo, a carta de alforria de um atestado
médico. É a volta. A volta sem temores, a fuga justificável, a
deserção que se legaliza, e o medo sobredoirado de heroísmo,
desafiando o espanto dos que lhe ouvem o romance alarmante das
moléstias que devastam a paragem maldita.
Porque é preciso coonestar o recuo. Então cada igarapé sem nome é
um Ganges pestilento e lúgubre; e os igapós, ou os lagos,
espalmam-se nas várzeas empantanadas como lagunas Pontinas
incontáveis. Traça-se um quadro nosológico arrepiador e trágico, num
imaginoso fabular de agruras; e, dia a dia, a natureza caluniada
prlo homem vai aparecendo naquelas bandas, ante as imaginações
iludidas, como se lá se demarcasse a paragem clássica da miséria e
da morte...
* * *
O exagero é palmar. O Acre, ou, em geral, as planuras amazônicas
cindidas a meio pelo longo sulco do Purus, têm talvez a letalidade
vulgaríssima em todos os lugares recém-abertos ao povoamento. Mas
consideràvelmente reduzida.
Demonstra-no-lo um ligeiro confronto.
As Escolas de Medicina Colonial da Inglaterra e da França,
revelam-nos, pelos simples títulos, os resguardos com que se rodeia
sempre o transplante dos povos para os novos habitats. Há esta linha
de nobreza no moderno imperialismo expansionista capaz de
absolver-lhe os máximos atentados: os seus brilhantes generais
transmudam-se em batedores anônimos dos médicos e dos engenheiros;
as maiores batalhas fazem-se-lhe simples reconhecimento da campanha
ulterior, contra o clima; e o domínio das raças incompetentes é o
começo da redenção dos territórios, num giro magnífico que do
Tonquim à Índia, ao Egito, à Tunísia, ao Sudão, à Ilha de Cuba, e às
Filipinas, vai generalizando em todos os meridianos a empresa
maravilhosa do saneamento da terra.
Da terra e do homem. A tarefa é dúplice. Aos conquistadores
tranqüilos não lhes basta o perquirir as causas meteorológicas ou
telúricas das moléstias imanentes aos trechos recém-consquitados, na
escala indefinida que vai das anemias estivais às febres polimorfas.
Resta-lhes o encargo maior de justapor os novos organismos aos novos
meios, corrigindo-lhes os temperamentos, destruindo-lhes velhos
hábitos incompatíveis, ou criando-lhes outros até se construir, por
um processo a um tempo compensador e estimulante, o indivíduo
inteiramente aclimado, tão outro por vezes nos seus caracteres
físicos e psíquicos que é, verdadeiramente, um indígena artificial
transfigurado pela higiene. Para isto o colono, ou o emigrante,
torna-se em toda a parte um pupilo do Estado. Todos os seus atos,
desde o dia da partida, prefixo nas estações mais convenientes, aos
últimos pormenores de alimentação, ou de vestir, predeterminam-se em
regulamentos rigorosos. Dentro dos lineamentos largos das
características fundamentais do clima quente para onde ele se
desloca, urde-se a trama de uma higiene individual, onde se prevêem
todas as necessidades, todos os acidentes e até os perigos da
instabilidadde orgânica inevitável à fase fisiológica da adaptação a
um meio cósmico, cujo influxo deprimente sobre o europeu vai da
musculatura, que se desfibra, à própria fortaleza de espírito, que
se deprime. Assim as medidas profiláticas, que começam inspirando-se
no estudo dos fatores físicos acabam, não raro, prolongando-se em
belíssimo código de moral demonstrada. De permeio com os preceitos
vulgares para o reagir contra a temperatura alta, e a umidade
excessiva que lhe abatem a tensão arterial e a atividade, lhe
trancam as válvulas de segurança dos poros e lhe fatigam o coração e
os nervos, criando-lhe, ao cabo, a iminência mórbida para os males
que se desdobram do impaludismo que lhe solapa a vida, às dermatoses
que lhe devastam a pele - despontam, mais eficazes e decisivos, os
que o aparelham para reagir aos desanimos, à melancolia da
existência monótona e primitiva; às amarguras crescentes da saudade;
à irritabilidade provinda dos ares intensamente eletrizados e
refulgentes; ao isolamento - e, sobretudo, ao quebrantar-se da
vontade numa decadência espiritual subitânea e profunda, que se
afigura a moléstia úmida de tais paragens, de onde as demais se
derivam como exclusivos sintomas.
Abra-se qualquer regulamento de higiene colonial. Ressaltam à mais
breve leitura os esforços incomparáveis das modernas missões e o seu
apostolado complexo que, ao revés das antigas, não visam arrebatar
para a civilização a barbaria transfigurada, senão transplantar,
integralmente, a própria civilização para o seio adverso e rude dos
territórios bárbaros.
Nas suas páginas, o que por vezes nos maravilha mais do que os
prodígios da previdência e do saber, desenvolvidos para afeiçoar o
forasteiro ao meio, é o curso sobremaneira lento, senão o malogro
dos mais pertinazes esforços.
A França na Indochina, de clima quase temperado, despendeu quinze
anos de trabalhos contínuos para que sobrestivesse a mortalidade; e,
obedecendo aos pareceres dos seus melhores cientistas, renunciou,
depois de longas tentativas, ao povoamento sistemático da África
equatorial. O mesmo sucede no geral das colônias inglesas, alemãs ou
belgas. Basate-nos notar que a estadia regulamentar dos seus agentes
oficiais tem o período máximo de três anos. A volta aos lares
nativos é uma medida de segurança indispensável a restaurar-lhes os
organismos combalidos. Deste modo, a despeito de tão grandes
sacrifícios e dispêndios, e dos prodígios de engenharia sanitária
que transformam a rudeza topográfica dos lugares novos, formando-se
uma verdadeira geografia artística, o que neles se forma, por fim,
são umas sociedades precárias de perpétuos convalescentes jungidos a
dietas inflexíveis e vivendo através das fórmulas inaturáveis dos
receituários complexos.
Ora, comparando-se estas colonizações adstritas às cláusulas de
rigorosos estatutos - e de efeitos tão escassos - com o povoamento
tumultuário, com a colonização à gandaia do Acre - de resultados
surpreendentes - certo não se faz mister registrar um só elemento
para o asserto de que o regime da região malsinada não é apenas
sobradamente superior ao da maioria dos trechos recém-abertos à
expansão colonizadora, senão também ao da grande maioria dos países
normalmente habitados.
De fato - à parte o favorável deslocamento paralelo ao equador,
demandando as mesmas latitudes - não se conhece na História exemplo
mais golpeante de emigração tão anárquica, tão precipitada e tão
violadora dos mais vulgares preceitos de aclimamento, quanto o da
que desde 1879 até hoje atirou, em sucessivas levas, as populações
sertanejas do território entre a Paraíba e o Ceará, para aquele
recanto da Amazônia. Acompanhando-a, mesmo de relance, põe-se de
manifesto que lhe faltou desde o princípio, não só a marcha lenta e
progressiva das migrações seguras, como os mais ordinários
resguardos administrativos.
O povoamento do Acre é um caso histórico inteiramente fortuito, fora
da diretriz do nosso progresso.
Tem um reverso tormentoso que ninguém ignora: as secas periódicas
dos nossos sertões do Norte, ocasionando o êxodo em massa das
multidões flageladas. Não o determinou uma crise de crescimento, ou
excesso de vida desbordante, capaz de reanimar outras paragens,
dilatando-se em itinerários que são o diagrama visível da marcha
triunfante das raças; mas a escassez da vida e a derrota completa
ante as calamidades naturais. As suas linhas baralham-se nos
traçados revoltos de uma fuga. Agravou-o sempre uma seleção natural
invertida: todos os fracos, todos os inúteis, todos os doentes e
todos os sacrificados expedidos a esmo, como o rebotalho das gentes,
para o deserrto. Quando as grandes secas de 1879-1880, 1889-1890,
1900-1901 flamejavam sobre os sertões adustos, e as cidades do
litoral se enchiam em poucas semanas de uma população adventícia de
famintos assombrosos, devorados das febres e das bexigas - a
preocupação exclusiva dos poderes públicos consistia no libertá-las
quanto antes daquelas invasões de bárbaros moribundos que infestavam
o Brasil. Abarrotavam-se, às carreiras, os vapores, com aqueles
fardos agitantes consignados à morte. Mandavam-nos para a Amazônia -
vastíssima, despovoada, quase ignota - o que eqüivalia a
expatriá-los dentro da própria pátria. A multidão martirizada,
perdidos todos os direitos, rotos os laços de família, que se
fracionava no tumulto dos embarques acelerados, partia para aquelas
bandas levando uma carta de prego para o desconhecido; e ia, com os
seus famintos, os seus febrentos e os seus variolosos, em condições
de malignar e corromper as localidades mais salubres do mundo. Mas
feita a tarefa expurgatória, não se curava mais dela. Cessava a
intervenção governamental. Nunca, até aos nossos dias, a acompanhou
um só agente oficial, ou um médico. Os banidos levavam a missão
dolorosíssima e única de desaparecerem...
E não desapareceram. Ao contrário, em menos de trinta anos, o Estado
que era uma vaga expressão geográfica, um deserto empantanado, a
estirar-se, sem lindes, para sudoeste, definiu-se de chofre,
avantajando-se aos primeiros pontos do nosso desenvolvimento
econômico
A sua capital - uma cidade de dez anos sobre uma tapera de dois
séculos - transformou-se na metrópole da maior navegação fluvial da
América do Sul. E naquele extremo sudoeste amazônico, quase
misterioso, onde um homem admirável, William Chandless, penetrara
3.200 quilômetros sem lhe encontrar o fim - cem mil sertanejos, ou
cem mil ressuscitados,, apareciam inesperadamente e repatriavam-se
de um modo original e heróico: dilatando a pátria até aos terrenos
novos que tinham desvendado.
Abram-se os últimos relatórios das prefeituras do Acre. Nas suas
páginas maravilha-nos mais do que as transformaçòes sem par que ali
se verificam, o absoluto abandono e o completo relaxo com que ainda
se efetua o seu povoamento. Hoje, como há trinta anos, mesmo fora
das aperturas e dos tumultos das secas, os imigrantes avançam sem o
mínimo resquardo, ou assistência oficial.
No entanto, as populações transplantadas se fixam, vinculadas ao
solo; o progresso demográfico é surpreendente - e das cabeceiras do
Juruá à confluência do Abunã alonga-se, cada vez mais procurada, a
terra da promissão do Norte do Brasil.
* * *
O paralelo é expressivo. Não se compreende a reputação de
insalubridade de um tal clima. Evidentemente o que se realizou e se
realiza ainda, embora em menor escala no Acre, foi a “seleção
telúrica”, de que nos fala Kirchoff: uma sorte de magistratura
natural, ou revista severa exercida pela natureza nos indivíduos que
a procuram, para só conceder o direito da existência aos que se lhe
afeiçoam.
Mas o processo é geral.
Em todas as latitudes foi sempre gravíssima nos seus primórdios a
afinidade eletiva entre a terra e o homem. salvam-se os que melhor
balanceiam os fatôres do clima e os atributos pessoais. O aclimado
surge de um binário de fôrças físicas e morais que vão, de um lado,
dos elementos mais sensíveis, térmicos ou higrométricos, ou
barométricos, às mais subjetivas impressões oriundas dos aspectos da
paisagem; e de outro, da resistência vital da célula ou do tonus
muscular, às energias mais complexas e refinadas do caráter. Durante
os primeiros tempos, antes que a transmissão hereditária das
qualidades de resistência, adquiridas, garanta a integridade
individual com a própria adaptação da raça, a letalidade inevitável,
e até necessária, apenas denuncia os efeitos de um processo
seletivo. Toda a aclimação é desse modo um plebiscito permanente em
que o estrangeiro se elege para a vida. Nos trópicos, é natural que
o escrutínio biológico tenha um caráter gravíssimo.
Não há fraudes que lhe minorem as exigências. Caem-lhe sob o exame
incorruptível, por igual, - o tuberculoso inapto à maior atividade
respiratória nos ares adurentes, pobres de oxigênio, e o lascivo
desmandado; o cardíaco sucumbido pela queda da tensão arterial, e o
alcoólico candidato contumaz a todas as endemias; o infático colhido
de pronto pela anemia e o glutão; o noctívago desfibrado nas
vigílias, ou o indolente estagnado nas sestas enervantes; e o
colérico, o neurastênico de nervos a vibrarem nos ares eletrizados,
descompassadamente, sob o influxo misterioso dos firmamentos
deslumbrantes, até aos paroxismos da demência tropical que o
fulmina, de pancada, como uma espécie de insolação do espírito.
A cada deslize fisiológico ou moral antepõe-se o coretivo da reação
física. E chama-se insalubridade o que é um apuramento, a eliminação
generalizada dos incompetentes. Ao cabo verifica-se algumas vezes
que não é o clima que é mau; é o homem.
Foi o que suedeu em grande parte no Acre. As turmas povoadoras que
para lá seguiram, sem o exame prévio dos que as formavam e nas mais
deploráveis condições de transporte, deparavam, além de tudo isto,
com um estado social que ainda mais lhes engravescia a instabilidade
e a fraqueza.
Aguardava-as e ainda as aguarda, bem que numa escala menor, a mais
imperfeita organização do trabalho que ainda engenhou o egoísmo
humano.
Repitamos. O sertanejo emigrante realiza, ali, uma anomalia sobre a
qual nunca é demasiado insistir: é o homem que trabalha para
escravizar-se.
Enquanto o colono italiano se desloca de Gênova à mais remota
fazenda de S. Paulo, paternalmente assistido pelos nossos podêres
públicos, o cearense efetua, à sua custa e de todo em todo
desamparado, uma viagem mais difícil, em que os adiantamentos feitos
pelos contratadores insaciáveis, inçados de parcelas fantásticas e
de preços inauditos, o transformam as mais das vezes em devedor para
sempre insolvente.
A sua atividade, desde o primeiro golpe de machadinha, constringe-se
para logo num círculo vicioso inaturável: o debater-se exaustivo
para saldar uma dívida que se avoluma, ameaçadoramente,
acompanhando-lhe os esforços e as fadigas para saldá-la.
E vê-se completamente só na faina dolorosa. A exploração da seringa,
neste ponto pior que a do caucho, impõe o isolamento. Há um laivo
siberiano naquele trabalho. Dostoïewski sombrearia as suas páginas
mais lúgubres com esta tortura: a do homem constrangido a calcar
durante a vida inteira a mesma “estrada”, de que ele é o único
transeunte, trilha obscurecida, estreitíssima e circulante, que o
leva, intermitentemente e desesperadamente, ao mesmo ponto de
partida. Nesta empresa de Sísifo, a rolar em vez de um bloco o seu
próprio corpo - partindo, chegando e partindo - nas voltas
constritoras de um círculo demoníaco, no seu eterno giro de
encarcerado numa prisão sem muros, agravada por um ofício rudimentar
que ele aprende em uma hora para exercê-lo toda a vida,
automàticamente, por simples movimentos reflexos - se não o enrija
uma sólida estrutura moral, vão-se-lhe, com a inteligência
atrofiada, todas as esperanças, e as ilusões ingênuas, e a
tonificante alacridade que o arrebataram àquele lance, à aventura,
em busca da fortuna.
Paralelamente, a decadência orgânica.
A alimentação, que é a base mais firme da higiene tropical, não lha
fornece, durante largos anos, a mais rudimentar cultura.
Constitui-se, ao revés de todos os preceitos, adstrita aos
fornecimentos escassos de todas as conservas suspeitas e nocivas,
com o derivativo aleatório das caçadas.
Sobretudo isto, o abandono. O seringueiro é, obrigatòriamente,
profissionalmente, um solitário.
Mesmo no Acre pròpriamente dito, onde a densidade maior das árvores
de borracha permite a abertura de 16 “estradas” numa légua quadrada,
toda esta área capaz de sustentar, de acordo com a unidade agrícola
corrente, cinqüenta famílias de pequenos lavradores, requer a
atividade de oito homens apenas, que lá se espalham e raramente se
vêem. Calcule-se um seringal médio, de duzentas “estradas”: tem
cerca de 15 léguas quadradas; e este latifúndio, que se povoaria à
larga com 3.000 habitantes ativos, comporta apenas a população
invisível de 100 trabalhadores, exageradamente dispersos.
É a conservação sistemática do deserto, e a prisão celular do homem
na amplitude desafogada da terra.
* * *
Ante estes lineamentos de um quadro social tão anômalo, não é apenas
opinável a letalidade do Acre. O que ressalta, irreprimível, é o
conceito de uma salubridade capaz de garantir tantas existências
submetidas a tão imperfeito regime. Acredita-se até que as
características tropicais meramente teóricas, se reduzem aos
paralelos de baixas latitudes, de 8º a 11º, que interferem
a região; e aquilatando-se a influência moderadora sem dúvida
exercida pela estupenda massa de florestas, que a circulam e a
invadem, chega-se a concluir que ulteriores observações
meteorológicas, mal iniciadas agora, talvez lhe apaguem nos mapas a
isoterma de 25 graus que a esmo lhe traçaram.
Porque a despeito do incorreto e do vicioso do povoamento e da vida,
a sociedade recém-chegada aclima-se e progride.
Ao mais incurioso viajante que perlustre o Purus não escapa a
transformação lenta e contínua.
O primitivo explorador vai, afinal, ajustando-se ao solo, sobre o
qual pisou durante tanto tempo indiferente. As suas barracas
desafogam-se nas derrubadas; e já nas praias, que as vazantes
desvendam, já nos “firmes”, a cavaleiro das cheias, se delineiam as
primeiras áreas de cultura. Os tristonhos barracões cobertos de
fôlhas de ubuçu, transmudam-se em vivendas regulares, ou amplos
sobrados de pedrra e cal. Sebastopol, Canacori, S. Luís de Cassianã,
Itatuba, Realeza, e dezenas de outros sítios do Baixo-Purus;
Liberdade e Concórdia, nos mais longínquos trechos, com as suas
casas numerosas, que se arruam às vezes ao lado de pequenas igrejas,
ampliam-se em verdadeiras vilas. São a imagem material do domínio e
da posse definitiva.
A evolução é, deste modo, tangível.
Delatam-na até os nomes originais, extravagantes alguns, mas
eloqüentes todos, das primitivas e das recentes fundações. Na terra
sem história os primeiros fatos escrevem-se, esparsos e desunidos,
nas denominações dos sítios. De um lado está a fase inicial e
tormentosa da adaptação, evocando tristezas, martírios, até gritos
de desalento ou de socorro; e o viajante lê nas grandes tabuletas
suspensas às paredes das casas, de chapa para o rio: Valha-nos Deus,
Saudades, S. João da Miséria, Escondido, Inferno... De outro um
forte renascimento de esperanças e a jovialidade desbordante das
gentes redimidas: Bom Princípio, Novo Encanto, Triunfo, Quero ver!,
Liberdade, Concórdia, Paraíso...
À medida que se sobe o rio a renascença se acentua. Passada a
confluência do Acre vai-se, em vários trechos, entre as estâncias
que se defrontam ou se ligam às margens, como se se percorresse
cultíssima paragem há muito descoberta. Nada mais do tôsco e do
brutesco dos primitivos abarracamentos.
Em Catiana, em Macapá, como nas demais a montante, até à última,
Sobral, com a minúscula plantação de cafeeiros que lhe bastam ao
consumo, nota-se em tudo, da pequena cultura que se generaliza, aos
pomares bem cuidados, o esforço carinhoso do povoador que aformoseia
a terra para não mais a abandonar.
E os homens são admiráveis.
Vimo-los de perto; conversamo-los.
Guardamos-lhes os nomes e os apelidos bizarros - do opulento
Caboclo-Real, da Cachoeira, ao gárrulo Cai N’água das cercanias do
Chandless; do velho João Amarelo, que fundou Catai, e leva ainda,
sem titubear, pelos torcicolos das “estradas”, os seus setenta anos
trabalhosos, ao destemeroso Antônio Dourado, da Terra Alta,
impecável atirador de rifle, cujos lances de ousadia nas arrancadas
de 1903, com os caucheiros, são uma página vibrante de bravura.
Considerando-os, ou revendo-lhes a integridade orgânica a
ressaltar-lhes das musculaturas interiças, ou a beleza moral das
almas varonis que derrotaram o deserto - e recordando as
circunstâncias lastimáveis, que os rodearam nos primeiros dias do
povoamento ou que ainda os rodeiam, porventura minoradas - não se
lhes explicam as existências vigorosas sob regime climatológico tão
maligno e bruto como o que se fantasiou no Acre.
Não vinga, ademais, o argumento de que o sertanejo nortista, ou mais
incisivamente, o jagunço, dotado da abstinência pastoral e guerreira
do árabe, se tenha apercebido para o nôvo habitat, sob a disciplina
inexorável das secas, além de haver-se deslocado seguindo mais ou
menos os paralelos do torrão nativo
O Purus e o Juruá abriram-se há muito à entrada dos mais díspares
forasteiros - do sírio, que chega de Beirute, e vai pouco a pouco
suplantando o português no comércio do “regatão”; ao italiano
aventuroso e artista que lhes bate as margens, longos meses, com a
sua máquina fotográfica a colecionar os mais típicos rostos de
silvícolas e aspectos bravios de paisagens; ao saxônio fleumático,
trocando as suas brumas pelos esplendores dos ares equatoriais. E,
na grande maioria, lá vivem todos; agitam-se, prosperam e acabam
longevos.
Registre-se êste caso. Em 1872, Barrington Brown e William Lidstone
percorreram o Baixo-Purus, até Huitanaã, embarcados na lancha
Guajará, sob o comando do Capitão Hoefner, a german speaking both
english and portuguese in addition, consoante explicam os dois
viajantes no interessante livro que escreveram.
Há trinta e cinco anos...
E o Capitão Hoefner lá está, eterno comandante de lancha, a
mourejar sem descanso sobre aquelas águas malditas, onde fervilham
os piuns sugadores, os carapanãs emissários das febres, e se
espalmam, derivando à feição da correnteza insensível, os mururés
boiantes, de flôres violáceas recordando as grinaldas tristonhas dos
enterros. Mas não agourentaram o germano.
Vimo-lo, em fins de 1905, na confluência do Acre. É um velho vivaz
e prestadio, diligente e ativo, de rosto aberto e rosado, emoldurado
de cabelos inteiramente brancos. Se aparecesse em Berlim, mal lhe
descobririam na pele, de leve amorenada, o sombrio estigma dos
trópicos.
Multiplicam-se os casos deste teor, acordes todos na extinção de
uma lenda.
Resta, talvez, à teimosia no propagá-la, um derradeiro argumento:
aqueles caboclos rijos e esse saxônico excepcional não são efeitos
do meio; surgem a despeito do meio; triunfam num final de luta, em
que sucumbiram, em maior número, os que se não aparelhavam dos
mesmos requisitos de robustez, energia e abstinência.
Neste caso atiremos de lado, de uma vez, um estéril sentimentalismo
e reconheçamos naquele clima um função superior. Ante as
circunstâncias nocivas que originaram e impulsionaram o povoamento
do Acre, largos anos aberto à intrusão de todas as moléstias e de
todos os vícios favorecidos pela indiferença dos poderes públicos,
ele exercitou uma fiscalização incorruptível, libertando aquele
território de calamidades e desmandos, que seriam além de toda a
proporção, muito maiores do que os que ainda hoje lá se observam.
Policiou, saneou, moralizou. Elegeu e elege para a vida os mais
dignos. Eliminou e elimina os incapazes, pela fuga ou pela morte.
E é por certo um clima admirável o que prepara as paragens novas
para os fortes, para os perseverantes e para os bons.
Os Caucheiros
Aquém da margem direita do Ucaiáli e das terras onduladas, onde se
formam os manadeiros do Javari, do Juruá e do Purus, apareceu há
cêrca de cinqüenta anos uma sociedade nova. Formara-se obscuramente.
Perdida longo tempo no afogado das selvas, apenas a conheciam raros
comerciantes do Pará, onde, desde 1862, começaram a chegar,
provindas daqueles pontos remotos, as pranchas pardo-escuras de uma
outra goma elástica concorrente com a seringa às exigências da
indústria.
Era o caucho. E caucheiros apelidaram-se para logo os aventurosos
sertanistas que batiam atrevidamente aqueles rincões ignorados.
Vinham do ocidente, transpondo os Andes e suportando todos os
climas da Terra, dos litorais adustos do Pacífico às punas
enregeladas das cordilheiras. Entre eles e o torrão nativo ficavam
duas muralhas altas de seis mil metros e um longo valo escancelado
em abismos. Adiante os plainos amazônicos: um estiramento de
centenares de milhas para NE, a perder-se, indefinido, na
prolongação atlântica, sem a ajuda de um cerro balizando a
imensidade.
Nunca se armou tão imponente cenário a tão pequeninos atores.
É natural que os sertanistas pervagassem largos anos, esparsos,
diminutos, invisíveis, tateantes no perpétuo crepúsculo daquelas
matas longínquas, onde, mais sérias que o desmedido das distâncias e
os bravios da espessura, outras dificuldades lhes renteavam ou
perturbavam os passos vacilantes.
Realmente, toda a zona em que se traça, ainda pontuada, a linha
limítrofe brasílio-peruana, e irradiam para os quadrantes os
formadores do Purus e do Juruá, as vertentes mais setentrionais do
Urubamba e os últimos esgalhos do Madre de Diós, figurava entre as
mais desconhecidas da América, menos em virtude de suas condições
físicas excepcionais, vencidas em 1844 por F. Castelnau, que pelo
renome temeroso das tribos que a povoam e se tornaram, sob o nome
genérico de chunchos, o máximo pavor dos mais destemerosos
pioneiros.
Não há nomeá-las todas. Quem sobe o Purus, contemplando de longe em
longe, até às cercanias da Cachoeira, os paumaris rarescentes, mal
recordando os antigos donos daquelas várzeas; e dali para montante
os ipurinás inofensivos; ou a partir do Iaco, os tucunas que já
nascem velhos, tanto se lhes reflete na compleição tolhiça a
decrepitude da raça - tem a maior das surprêsas ao deparar nas
cabeceiras do rio com os silvícolas singulares que as animam.
Discordes nos hábitos e na procedência, lá se comprimem em
ajuntamento forçado; os amauacas mansos que se agregam aos puestos
dos extratores do caucho; os coronauas indomáveis, senhores das
cabeceiras do Curanja; os piros acobreados, de rebrilhantes dentes
tintos de resina escura que lhes dão aos rostos, quando sorriem,
indefiníveis traços de ameaças sombrias; os barbudos caxibos afeitos
ao extermínio em correrias de duzentos anos sobre os destroços das
missões do Pachitéa; os conibos de crânios deformados e bustos
espantadamente listrados de vermelho e azul; os setebos, sipibos e
iurimauas; os mashcos corpulentos, do Mano, evocando no desconforme
da estatura os gigantes fabulados pelos primeiros cartógrafos da
Amazônia; e, sobre todos, suplantando-os na fama e no valor, os
campas aguerridos do Urubamba...
A variedade das cabildas em área tão reduzida trai a pressão
estranha que as sonstringe. O ajuntamento é forçado.
Elas estão, evidentemente, nos últimos redutos para onde refluíram
no desfecho de uma campanha secular, que vem do apostolado das
Maynas às expedições modernas e cujos episódios culminantes se
perderam para a História.
O narrados destes dias chega no final de um drama, e contempla
supreendido o seu último quadro prestes a cerrar-se.
A civilização, bàrbaramente armada de rifles fulminantes, assedia
completamente ali a barbaria encantoada: os peruanos pelo ocidente e
pelo sul; os brasileiros em todo o quadrante de NE; no de SE,
trancando o vale do Madre de Diós, os bolivianos.
E os caucheiros aparecem como os mais avantajados batedores da
sinistra catequese a ferro e fogo, que vai exterminando naqueles
sertões remotíssimos os mais interessantes aborígenes
sul-americanos.
* * *
Esta missão histórica advém-lhes da fragilidade de uma árvore. O
caucheiro é forçadamente um nômade votado ao combate, à destruição e
a uma vida errante ou tumulturária, porque a castilloa elástica que
lhe fornece a borracha apetecida, não permite, como as heveas
brasileiras, uma exploração estável, pelo renovar periòdicamente o
suco vital que lhe retiram. É execepcionalmente sensível. Desde que
a golpeiem, morre, ou definha durante largo tempo, inútil. Assim o
extrator derruba-a de uma vez para aproveitá-la toda. Atora-a,
depois, de metro em metro, desde as sapopembas aos últimos galhos
das frondes; e abrindo no chão, ao longo do madeiro derrubado, rasas
cavidades retangulares correspondentes às secções dos toros, delas
retira, ao fim de uma semana, as pranchas valiosas, enquanto os
restos aderidos à casca, nos rebordos dos cortes, ou esparsos a êsmo
pelo solo, constituem, reunidos, o sernambi de qualidade inferior.
O processo, como se vê, é rudimentar e rápido. Esgota-se em pouco
tempo o cauchal mais exuberante; e como as castilloas não se
distribuem regularmente pelas matas, viçando em grupos por vezes
bastante separados, os exploradores deslocam-se a outros rumos,
reeditando quase sem variantes todas as peripécias daquela vida
aleatória de caçadores de árvores.
Dêste modo o nomadismo impõe-se-lhes. É-lhes condição inviolável de
êxito. Afundam temeràriamente no deserto; insulam-se em sucessivos
sítios e não revêem nunca os caminhos percorridos. Condenados ao
desconhecido, afeiçoam-se às paragens ínvias e inteiramente novas.
Alcançam-nas: abandonam-nas. Prosseguem e não se restribam nas
posições às vezes àrduamente conquistadas.
Atingindo qualquer trecho onde os pés de caucho se descubram,
levantam à beira de uma quebrada o primeiro tambo de paxiúba, e
atiram-se à tarefa agitadíssima. Os seus primeiros instrumentos de
trabalho são a carabina Winchestewr - o rifle curto adrede disposto
aos recontros no trançado das ramarias -, o machete cortante que
lhes destrana os cipoais, e a bússola portátil, norteando-se no
embaralhado das veredas. Tomam-nos e lançam-se a uma revista
cautelosa das cercanias. Vão em busca do selvagem que devem combater
e exterminar ou escravizar, para que do mesmo lance tenham toda a
segurança no nôvo pôsto de trabalhos e braços que lhos impulsionem.
São bem poucos às vezes os que se abalançam a esta preliminar
obrigatória e temerária: meia dúzia de homens, dispersando-se e
mergulhando silenciosamente na espessura. E lá se vão, perquirindo e
sondando todos os recessos; batendo palmo a palmo todos os recantos
suspeitos; anotando de cor, num exaustivo levantamento topográfico,
de memória, os mais variados acidentes; ao mesmo passo que com os
olhos e ouvidos armados aos mais fugitivos aspectos e aos mais vagos
rumôres dos ares murmurantes da floresta, vão premunindo-se dos
resguardos e ardilezas que se exigem naquele assombroso duelo
sevilhano com o deserto.
Alguns não tornam mais. Outros, volvem indenes aos pousos, depois
da perquirição inútil. Algum, porém, ao cabo da pesquisa fatigante,
lobriga ao longe, meio indistintas nas folhagens, as primeiras
cabanas do selvagem.
Mal refreia um grito de triunfo, e não volve logo a comunicar aos
companheiros o achado.
Refina a sua astúcia extraordinária. Cose-se com o chão, e, de
rastros, fareando el peligro, aproxima-se quando pode do inimigo
descuidado.
Há, realmente, neste lance, um traço comovente de heroísmo. O homem
perdido na solidão absoluta vai procurar o bárbaro, levando a
escolta única das dezoito balas de seu rifle carregado.
É um rastejamento longo, tortuoso e lento, em que ele aproveita
todos os acidentes, encobrindo-se por detrás dos troncos ou
entaliscando-se nos ângulos das sapopembas, deslizando sem ruído
sobre as camadas das ramas decompostas, ou insinuando-se entre as
hastes unidas das helicônias de largas folhas protetoras, até que
possa, no têrmo da investida surda e angustiosa, contemplar e ouvir
de perto, quase à orla do terreiro claro, os adversários inexpertos,
e inscientes do civilizado sinistro que os espia e os conta e lhes
observa as maneiras e lhes avalia os recursos - e volta depois do
exame minucioso, levando aos companheiros, que o aguardam, todos os
informes necessários à “conquista”.
Conquita é o têrmo predileto, usado por uma espécie de
reminiscência atávica das antiqüíssimas algaras dos condutícios de
Pizarro. Mas não a efetuam pelas armas sem esgotarem os efeitos da
diplomacia rudimentar dos presentes mais apetecidos do selvagem. A
um ouvimos certa vez o processo seguido: “Se los atrae al tambo por
medio de regalos: ropa, rifles, machetes, etc.; y sin hacerlos
trabajar, se les deja que vayan al tolderio a decir a sus compañeros
el como son tratados por los caucheros, que nos los obligan a
trabajar, sino que les aconsejan que trabajen un poco y a voluntad,
para pagar aquello que les dieron...”
Êstes meios pacíficos, porém, são em geral falíveis. A regra é a
caçada impiedosa, à bala. É o lado heróico da empresa: um grupo
inapreciável arrojando-se à montaria de uma multidão.
Não se lhe pormenorizam os episódios.
Subordina-se a uma tática invariável: a máxima rapidez do tiro e a
máxima temeridade. São garantias certas do triunfo. É incalculável o
número de minúsculas batalhas travadas naqueles sertões onde
reduzidos grupos bem armados suplantam tribos inteiras, sacrificadas
a um tempo pelas suas armas grosseiras e pela afoiteza no
arremeterem com as descargas rolantes das carabinas.
Citemos um exemplo único. Quando Carlos Fiscarrald chegou em 1892
às cabeceiras do Madre de Diós, vindo do Ucaiáli pelo varadouro
aberto no istmo que lhe conserva o nome, procurou captar do melhor
modo os mashcos indomáveis que as senhoreavam. Trazia entre os piros
que conquistara um intérprete inteligente e leal. Conseguiu sem
dificuldades ver e conservar o curaca selvagem.
A conferência foi rápida e curiosíssima.
O notável explorador, depois de apresentar ao “infiel” os recursos
que trazia e o seu pequeno exército, onde se misturavam as
fisionomias díspares das tribos que subjugara, tentou demonstrar-lhe
as vantagens da aliança que lhe oferecia contrapostas aos
inconvenientes de uma luta desastrosa. Por única resposta o mashco
perguntou-lhe pelas flexas que trazia. E Fiscarrald entregou-lhe,
sorrindo, uma cápsula de Winchester.
O selvagem examinou-a, longo tempo, absorto ante a pequenez do
projétil. Procurou, debalde, ferir-se, roçando rijamente a bala
contra o peito. Não o conseguindo, tomou uma de suas flexas;
cravou-a, de golpe, no outro braço, varando-o. Sorriu, por sua vez,
indiferente à dor, contemplando com orgulho o seu próprio sangue que
esguichava... e sem dizer palavra deu as costas ao sertanista
surpreendido, voltando para o seu tolderío com a ilusão de uma
superioridade que a breve trecho seria inteiramente desfeita. De
fatom meia hora depois, cerca de cem mashcos, inclusive o chefe
recalcitrante e ingênuo, jaziam trucidados sobre a margem, cujo
nome, Playa Mashcos, ainda hoje relembra êste sanguinolento
episódio...
Assim vai desbravando-se a região bravia. Varejadas as redondezas,
mortos ou escravizados num raio de poucas léguas os aborígenes, os
caucheiros agitam-se febrilmente na azáfama estonteadora. Em alguns
meses ao lado do primitivo tambo multiplicam-se outros; a casucha
solitária transmuda-se em amplo barracón ou embarcadero ruidos; e
adensam-se por vezes as vivendas em caseríos, a exemplo de Cocama e
Curanja, à margem do Purus, a espelharem, repentinamente, no
deserto, a miragem de um progresso que surge, se desenvolve e acaba
num decênio. Os caucheiros ali estacionam até que caia o último pé
de caucho. Chegam, destróem, vão-se embora. Nada pedem, em geral, à
terra, à parte exíguas plantações de iúcas e bananas, a que se
dedicam os índios domesticados. A única agricultura regular, embora
diminuta, que se observa no Alto-Purus, para lá das últimas barracas
dos nossos seringueiros, e a do algodão, dos campas aldeados, que
até nisto delatam a independência nativa: colhendo, cardando,
fiando, tecendo e pintando as cushmas de que se revestem, e
descem-lhes dos ombros até aos pés, com o feitio de longas togas
grosseiras. Assim, entre os estranhos civilizados que ali chegam de
arrancada para ferir e matar o homem e a árvore, estacionando apenas
o tempo necessário a que ambos se extingam, seguindo a outros rumos
onde renovam as mesmas tropelias, passando como uma vaga devastadora
e deixando ainda mais selvagem a própria selvageria - aqueles
bárbaros singulares patenteiam o único aspecto tranqüilo das
culturas. O contraste é empolgante. Seguindo do povoado campa de
Tingoleales para o sítio peruano de Shamboyaco, perto da foz do Rio
Manuel Urbano, o viajante não passa, como a princípio acredita, dos
estádios mais primitivos aos mais elevados da evolução humana. Tem
uma surpresa maior. Vai da barbaria franca a uma sorte de
civilização caduca em que todos os estigmas daquela ressaltam, mais
incisivos, dentre as próprias conquistas do progresso.
Aborda a estância peruana; e nas primeiras horas encanta-o o quadro
de uma existência movimentada e ruidosa. A vivenda principal e as
que se lhe subordinam, arruadas alguma vez à maneira de pequenas
vilas, erigem-se sempre num ponto bem escolhido a cavaleiro do rio;
e a despeito de se construírem exclusivamente com as fôlhas e
estípites da paxiúba - que é a palmeira providencial da Amazônia -
são em geral de dois andares e têm na elegância das linhas e nas
varandas desafogadas, que as circuitam, uma aparência de todo
contraposta ao aspecto tristonho dos chatos barracões dos nossos
seringueiros.
No terreiro amplo, acabando na crista da baranca caindo em talude
vivo sobre o rio, uma agitação animadora e álacre; carregadores
possantes passando em longas filas sucessivas arcados sob as
pranchas de caucho; administradores ativos rompendo das portas do
andar térreo e correndo para toda a banda, para os armazéns refertos
de conservas ou para as tendas fulgurantes, onde estridulam malhos e
bigornas, reparando as achas e machetes.
Embaixo no embarcadero, coalhado das ubás velozes, onde as tanganas
fisgam vivamente os ares, vozeia a algazarra dos práticos e
proeiros, e espalmam-se nas águas as balsas feitas exclusivamente de
caucho, formando-se sobre o “caminho que marcha” a “mercadoria que
conduz os condutores”. E em todo o correr da ladeira que dali
serpeia até em cima, as saias vermelhas e os corpinhos brancos das
cholas graciosas de Iquitos, passando e entrecruzando-se, num
embandeiramento festivo...
O viajante atravessa os grupos agitados e as surpresas não cessam.
Galga a escada que o leva à varanda da frente, para onde dão os
principais repartimentos da vivenda. No alto o caucheiro - um
triunfador jovial e desempenado sobre os rijos tacões das suas botas
de mateiro - recebe-o ruidosamente, abrindo-lhe de par em par as
portas numa hospitalidade espetaculosa e franca. E completa-se o
encanto. Extinta a noção do tempo, ou do longo espaço de milhares de
quilômetros gastos no sulcar os rios solitários para atingir aquela
estância longínqua, o forasteiro insensìvelmente se imagina em algum
entreposto comercial de qualquer cidade da costa. Nada lhe falta ao
engano: o longo balcão de pinho abarreirando a sala principal e
cerrando o recinto, onde se aprumam as prateleiras atestadas de
mercadorias; os empregados solícitos obedientes às ordens do
guarda-livros corretíssimo, que o cumprimentou ao entrar e volveu
logo à sua escrita, acurvado sobre a secretária inclinada; o copo de
cerveja que lhe oferecem, ao invés da chicha tradicional; a folhinha
artística a um lado, marcando o dia certo do ano; os jornais de
Manaus e de Lima; e até - o que é inverossímil - a tortura
requintada e culta de um fonógrafo, gaguejando, emperradamente,
naquele fundo de desertos, uma ária predileta de tenor famoso...
* * *
Mas toda esta exterioridade surpreendente desaparece ante uma
observação permitindo ao visitante ver o que lhe não mostra o seu
garboso hospedeiro. A desilusão assalta-o então de chofre; e é
impressionadora. Aquele reflexo de vida superior não vai além da
escassa nesga de chão, de menos de um hectare, constrita entre a
mata ameaçadora e próxima, ao fundo, e a barranca despenhada rio
adiante.
Fora deste falso cenário, o drama real que se desenrola é quase
inconcebível para o nosso tempo.
Abaixo do caucheiro opulento, numa escala deplorável, do mestiço
que ali vai em busca de fortuna ao quíchua deprimido
trazido das cordilheiras, há uma série indefinida de espoliados.
Para vê-los tem-se que varar os obscuros recessos da mata sem
caminhos e buscá-los nas urmanas solitárias, onde assistem
completamente sós, acompanhados apenas do rifle inseparável, que
lhes garante a existência com os recursos aleatórios das caçadas.
Ali mourejam improfàicuamente longos anos; enfermam, devorados das
moléstias; e extinguem-se no absoluto abandono. Quatrocentos homens
às vezes, que ninguém vê, dispersos por aquelas quebradas, e mal
aparecendo de longe em longe no castelo de palha do acalcanhado
barão que os escraviza. O “conquistador” não os vigia. Sabe que lhe
não fogem. Em roda, num raio de seis léguas, que é todo o seu
domínio, a região, inçada de outros infieles, é intransponível. O
deserto é um feitor perpètuamente vigilante. Guarda-lhe a
escravatura numerosa. Os mesmos campas altanados, que ele captou
esgrimindo uma perfídia magistral contra a bravura ingênua do
bárbaro, não o deixam mais, temendo os próprios irmãos bravios, que
nunca lhes perdoam a submissão transitória.
Desta sorte o aventureiro feliz que dois anos antes, em Lima ou
Arequipa, exercitava o trato mais gentil - sente-se inteiramente
livre da pressão e dos infinitos corretivos da vida social, e
adquirindo a consciência do mando ilimitado, ao mesmo tempo que o
invade o sentimento da impunidade para todos os caprichos e delitos,
cai, de um salto, numa selvageria originalíssima, em que entra sem
ter tempo de perder os atributos superiores do meio onde nasceu.
Realmente, o caucheiro não é apenas um tipo inédito na História. É,
sobretudo, antinômico e paradoxal. No mais pormenorizado quadro
etnográfico não há um lugar para ele. A princípio figura-se-nos um
caso vulgar de civilizado que se barbariza, num recuo espantoso em
que se lhe apagam os caracteres superiores nas formas primitivas da
atividade.
E é um engano. Estes estádios contrapostos ele não os combina
criando uma atividade híbrida embora, mas definida e estável.
Junta-os apenas sem os caldear. É um caso de mimetismo psíquico de
homem que se finge bárbaro para vencer o bárbaro. É caballero e
selvagem, consoante as circunstâncias. O dualismo curioso de quem
procura manter intactos os melhores ensinamentos morais ao lado de
uma moral fundada especialmente para o deserto - reponta em todos os
atos da sua existência revolta. O mesmo homem que com invejável
retitude esforça-se por satisfazer os seus compromissos, que às
vezes sobem a milhares de contos, com os exportadores de Iquitos ou
Manaus, não vacila em iludir o peón miserável que o serve, em alguns
quilos de sernambi ordinário; ou passa por vezes da mais refinada
galanteria à máxima brutalidade, deixando em meio um sorriso
cativante e uma mesura impecável, para saltar com um rugido, de
cuchillo rebrilhante em punho, sobre o cholo desobediente que o
afronta.
A selvageria é uma máscara que ele põe e retira à vontade.
Não há ajustá-la ao molde incomparável dos nossos bandeirantes.
Antônio Rapôso, por exemplo, tem um destaque admirável entre todos
os conquistadores sul-americanos. O seu heroísmo é brutal, maciço,
sem frinchas, sem dobras, sem disfarces. Avança ininteligentemente,
mecânicamente, inflexìvelmente, como uma fôrça natural desencadeada.
A diagonal de mil e quinhentas léguas que traçou de São Paulo até ao
Pacífico, cortando toda a América do Sul, por cima de rios, de
chapadões, de pantanais, de corixas estagnadas, de desertos, de
cordilheiras, de páramos nevados e de litorais aspérrimos, entre o
espanto e as ruínas de cem trilhos suplantadas, é um lance
apavorante, de epopéia. Mas sente-se bem naquela ousadia individual
a concentraçào maravilhosa de todas as ousadias de uma época.
O bandeirante foi brutal, inexorável, mas lógico.
Foi o super-homem do deserto.
O caucheiro é irritantemente absurdo na sua brutalidade elegante,
na sua galanteria sanguinolenta e no seu heroísmo à gandaia. É o
homúnculo da civilização.
Mas compreende-se esta antilogia. O aventureiro ali vai com a
preocupação exclusiva de enriquecer e voltar; voltar quanto antes,
fugindo àquela terra melancólica e empantanada que parece não ter
solidez para agüentar o próprio pêso material de uma sociedade.
Acompanha-o, em todas as conjunturas da sua atividade nervosa e
precipitada, o espetáculo das cidades vastas, onde brilhará um dia,
transformado em esterlinos o oro negro do caucho. Dominado de todo
pela nostalgia incurável da paragem nativa, que ele deixou
precisamente para a rever apercebido de recursos que lhe facultem
maiores somas de felicidades - atira-se às florestas: enterreira e
subjuga os selvagens; resiste ao impaludismo e às fadigas; agita-se,
adoidadamente, durante quatro, cinco, seis anos; acumula algumas
centenas de milhares de soles e desaparece, de repente...
Surge em Paris. Atravessa em pleno esplendor dos teatros ruidosos e
dos salões, seis meses de vida delirante, sem que lhe descubram,
destoando da correção impecável das vestes e das maneiras, o mais
leve resquício do nomadismo profissional. Arruína-se galhardamente;
e volta... Reata a faina antiga: novos quatro ou seis anos de
trabalhos forçados; nova fortuna prestes adquirida; novo volver
ansioso em busca da fortuna perdidiça, numa oscilação estupenda das
avenidas fulgurantes para as florestas solitárias.
A este propósito correm as mais curiosas versões, em que se
destacam famosos caucheiros conhecidíssimos em Manaus.
Neste viver oscilante ele dá a tudo quanto pratica, na terra que
devasta e desama, um caráter provisório - desde a casa que constrói
em dez dias para durar cinco anos, às mais afetuosas ligações que às
vezes duram anos e ele destrói num dia. Neste ponto, sobretudo,
desenha-se-lhe a inconstância irrivalizável. Um deles, como lhe
perguntássemos, em Curanja, onde desposara a amauaca gentilíssima
que lhe assistia há dez anos com os desvelos de uma esposa exemplar,
retorquiu-nos, levemente irônico:
- Me han hecho regalo em Pachitéa.
Um regalo, um presente, um traste que ele abandonaria à primeira
eventualidade, sem cuidados.
Reportado negociante daquele vilarejo decaído, que em Lima ou
Iquitos seria um belo molde de burguês pacífico e abstêmio, ali
hambriento de mujeres, apresenta aos amigos e ao forasteiro
adventício, o seu harém escandaloso, onde se estremam a interessante
Mercedes, de ojillos de venado, que custou uma batalha contra os
coronauas, e a encantadora Facunda de grandes olhos selvagens e
cismadores, que lhe custou cem soles. E narra o tráfico criminoso, a
rir, absolutamente impune, e sem temores.
Não há leis. Cada um traz o código penal no rifle que sobraça, e
exercita a justiça a seu alvedrio, sem que o chamem a contas. Num
dia, de julho de 1905, quando chegava ao último puesto caucheiro do
Purus uma comissão mista de reconhecimento, todos os que a
compunham, brasileiros e peruanos, viram um corpo desnudo e
atrozmente mutilado, lançado à margem esquerda do rio, num claro
entre as frecheiras. Era o cadáver de uma amauaca. Fôra morta por
vingança, explicou-se vagamente depois. E nào se tratou mais do
incidente - coisa de nonada e trivialíssima na paragem revolvida
pelas gentes que a atravessam e não povoam, e passam deixando-a
ainda mais triste com os escombros das estâncias abandonadas...
* * *
Estas lá estão em todas as voltas do Alto-Purus, aparecendo,
entristecedoras, sob os vários aspectos que vão das urmanas humildes
dos peões às vivendas outrora senhoris dos caucheiros.
Pouco acima do Shamboyaco, uma, sobre todas, nos impressionou,
quando descíamos.
Fôra um pôsto de primeira ordem. Saltamos para o examinar; e
vingando a custo a barranca malgradada, descobrindo em cima o velho
caminho invadido de vassouras bravas, chegamos ao terreiro onde o
matagal inextricável ia peneirando e cobrindo os acervos de vasilhas
velhas, farragens repugnantes, restos de ferramentas, e ciscalhos em
montes deixados pelos prófugos habitantes. A casa principal,
defronte, meio estruída, tetos abatidos, paredes encombentes e a
tombarem despegando-se dos esteios desaprumados, figurava-se sustida
apenas pelas lianas que lhe irrompiam de todos os pontos,
furando-lhe a cobertura, enleando-se-lhe nas vigas vacilantes,
amarrando-lhas, e estirando-se à feição de cabos até as árvores mais
próximas, onde se enlaçavam impedindo-lhe o desabamento completo; e
as vivendas menores, anexas, cobertas de trepadeiras exuberando
floração ridente, apagavam-se, desaparecendo a pouco e pouco na
constrição irresistível da mata que reconquistava o seu terreno
primitivo.
Mal atentamos, porém, no magnífico lance regenerador, da flora,
juncando de corolas e festões garridos aquela ruinaria deplorável.
Não estava inteiramente desabitada a tapera.
Num dos casebres mais conservados aguardava-nos o último habitante.
Piro, amauaca ou campa, nào se lhe distinguia a origem. Os próprios
traços da espécie humana, transmudava-lhos a aparência repulsiva: um
tronco desconforme, inchado pelo impaludismo, tomando-lhe a figura
toda, em pleno contraste com os braços finos e as pernas esmirradas
e tolhiças como as de um feto monstruoso.
Acocorado a um canto, contemplava-nos impassível. Tinha a um lado
todos os seus haveres: um cacho de bananas verdes.
Esta coisa indefinível que por analogia cruel sugerida pelas
circunstâncias se nos figurou menos um homem que uma bola de caucho
ali jogada a esmo, esquecida pelos extratores - respondeu-nos às
perguntas num regougo quase extinto e numa língua de todo
incompreensível. Por fim, com enorme esforço levantou um braço;
estirou-o, lento, para a frente, como a indicar alguma coisa que
houvesse seguido para muito longe, para além de todos aqueles matos
e rios; e balbuciou, deixando-o cair pesadamente, como se tivesse
erguido um grande peso:
- “Amigos”.
Compreendia-se: amigos, companheiros, sócios dos dias agitados das
safras, que tinham partido para aquelas bandas, abandonando-o ali,
na solidão absoluta.
Das palavras castelhanas que aprendera restava-lhe aquela única; e
o desventurado murmurando-a como um tocante gesto de saudade,
fulminava sem o saber - com um sarcasmo pungentíssimo - os
desmandados aventureiros que àquela hora prosseguiam na faina
devastadora: abrindo a tiros de carabinas e a golpes de machetes
novas veredas a seus itinerários revoltos, e desvendando outras
paragens ignoradas, onde deixariam, como ali haviam deixado, no
desabamento dos casebres ou na figura lastimável do aborígene
sacrificado, os únicos frutos de suas lides tumultuárias, de
construtores de ruínas...
Judas-Ahsverus
No sábado da Aleluia os seringueiros do Alto-Purus desforram-se de
seus dias tristes. É um desafogo. Ante a concepção rudimentar da
vida santificam-se-lhes, nesse dia, todas as maldades. Acreditam
numa sanção litúrgica aos máximos deslizes.
Nas alturas, o Homem-Deus, sob o encanto da vinda do filho
ressurreto e despeado das insídias humanas, sorri, complacentemente,
à alegria feroz que arrebenta cá embaixo. E os seringueiros
vingam-se, ruidosamente, dos seus dias tristes.
Não tiveram missas solenes, nem procisões luxuosas, nem lavapés
tocantes, nem prédicas comovidas. Toda a Semana Santa correu-lhes na
mesmice torturante daquela existência imóvel, feita de idênticos
dias de penúrias, os meios jejuns permanentes, de tristezas e de
pesares, que lhes parecem uma interminável Sexta-feira da Paixão, a
estirar-se, angustiosamente, indefinida, pelo ano todo afora.
Alguns recordam que nas paragens nativas, durante aquela quadra
fúnebre, se retraem todas as atividades - despovoando-se as ruas,
paralisando-se os negócios, ermando-se os caminhos - e que as luzes
agonizam nos círios bruxuleantes, e as vozes se amortecem nas rezas
e nos retiros, caindo um grande silêncio misterioso sobre as
cidades, as vilas e os sertões profundos onde as gentes
entristecidas se associal à mágoa prodigiosa de Deus. E consideram,
absortos, que esses sete dias excepcionais, passageiros em toda a
parte e em toda a parte adrede estabelecidos a maior realce de
outros dias mais numerosos, de felicidade - lhes são, ali, a
existência inteira, monótona, obscura, dolorisíssima e anônima, a
girar acabrunhadoramente na via dolorosa inalterável, sem princípio
e sem fim, do círculo fechado das “estradas”. Então pelas almas
simples entra-lhes, obscurecendo as miragens mais deslumbrantes da
fé, a sombra espêssa de um conceito singularmente pessimista da
vida: certo, o Redentor universal não os redimiu; esqueceu-os para
sempre, ou não os viu talvez, tão relegados se acham à borda do rio
solitário, que no próprio volver das suas águas é o primeiro a
fugir, eternamente, àqueles tristes e desfreqüentados rincões.
Mas não se rebelam, ou blasfemam. O seringueiro rude, ao revés do
italiano artista, não abusa da bondade de seu deus desmandando-se em
convícios. É mais forte; é mais digno. Resignou-se à desdita. Não
murmura. Não reza. As preces ansiosas sobem por vezes ao céu,
levando disfarçadamente o travo de um ressentimento contra a
divindade; e ele não se queixa. Tem a noção prática, tangível, sem
raciocínios, sem diluições metafísicas, maciça e inexorável - um
grande peso a esmagar-lhe inteiramente a vida - da fatalidade; e
submete-se a ela sem subterfugir na covardia de um pedido, com os
joelhos dobrados. Seria um esforço inútil. Domina-lhe o critério
rudimentar uma convicção talvez demasiado objetiva, ou ingênua, mas
irredutível, a entrar-lhe a todo o instante pelos olhos a distância
que o afasta dos homens; e os grandes olhos de Deus não podem descer
até àqueles brejais, manchando-se. Não lhe vale a pena
penitenciar-se, o que é um meio cauteloso de rebelar-se, reclamando
uma promoção na escala indefinida da bem-aventurança. Há
concorrentes mais felizes, mais bem protegidos, mais vistos, nas
capelas, nas igrejas, nas catedrais, e nas cidades ricas onde se
estadeia o fausto do sofrimento uniformizado de prêto, ou fulgindo
na irradiação das lágrimas, e galhardeando tristezas...
Ali - é seguir, impassível e mudo, estóicamente, no grande
isolamento da sua desventura.
Além disto, só lhe é lícito punir-se da ambição maldita que o
conduziu àqueles lugares para entregá-lo, maniatado e escravo, aos
traficantes impunes que o iludem - e este pecado é o seu próprio
castigo, transmudando-lhe a vida numa interminável penitência. O que
lhe resta a fazer é desvendá-la e arrancá-la da penumbra das matas,
mostrando-a, nuamente, na sua forma apavorante, à humanidade
longínqua...
Ora, para isso, a Igreja dá-lhe um emissário sinistro: Judas; e um
único dia feliz: o sábado prefixo aos mais santos atentados, às
balbúrdias confessáveis, à turbulência mística dos eleitos e à
divinização da vingança.
Mas o mostrengo de palha, trivialíssimo, de todos os lugares e de
todos os tempos, não lhe basta à missão complexa e grave. Vem batido
demais pelos séculos em fora, tão pisoado, tão decaído e tão
apedrejado que se tornou vulgar na sua infinita miséria,
monopolizando o ódio universal e apequenando-se, mais e mais, diante
de tantos que o malquerem.
Faz-se-lhe mister, ao menos, acentuar-lhe as linhas mais vivas e
cruéis; e mascarar-lhe no rosto de pano, a laivos de carvão, uma
tortura tão trágica, e em tanta maneira próxima da realidade, que o
eterno condenado pareça ressuscitar ao mesmo tempo que a sua divina
vítima, de modo a desafiar uma repulsa mais espontânea e um mais
compreensível revide, satisfazendo à saciedade as almas ressentidas
dos crentes, com a imagem tanto possível perfeita da sua miséria e
das suas agonias terríveis.
E o seringueiro abalança-se a esse prodígio de estatuária,
auxiliado pelos filhos pequeninos, que deliram, ruidosos, sem
risadas, a correrem por toda a banda, em busca das palhas esparsas e
da farragem repulsiva de velhas roupas imprestáveis, encantados com
a tarefa funambulesca, que lhes quebra tão de golpe a monotonia
tristonha de uma existência invariável e quieta.
O judas faz-se como se fez sempre: um par de calças e uma camisa
velha, grosseiramente cosidos, cheios de palhiças e mulambos; braços
horizontais, abertos, e pernas em ângulo, sem juntas, sem relevos,
sem dobras, aprumando-se, espantadamente, empalado, no centro do
terreiro. Por cima uma bola desgraciosa representando a cabeça. É o
manequim vulgar, que surge em toda a parte e satisfaz à maioria das
gentes. Não basta ao seringueiro. É-lhe apenas o bloco de onde vai
tirar a estátua, que é a sua obra-prima, a criação espantosa do seu
gênio rude longamente trabalhado de reveses; onde outros talvez
distingam traços admiráveis de uma ironia sutilíssima, mas que é
para ele apenas a expressão concreta de uma realidade dolorosa.
E principia, às voltas com a figura disforme: salienta-lhe e
afeiçoa-lhe o nariz; reprofunda-lhe as órbitas; esbate-lhe a fronte;
acentua-lhe os zigomas; e aguça-lhe o queixo, numa massagem
cuidadosa e lenta; pinta-lhe as sobrancelhas, e abre-lhe com dois
riscos demorados, pacientemente, os olhos, em geral tristes e cheios
de um olhar misterioso; desenha-lhe a boca, sombreada de um bigode
ralo, de guias decaídas aos cantos. Veste-lhe, depois, umas calças e
uma camisa de algodão, ainda servíveis; calça-lhe umas botas velhas,
cambadas...
Recua meia dúzia de passos. Contempla-a durante alguns minutos.
Estuda-a.
Em torno a filharada, silenciosa agora, queda-se expectante,
assistindo ao desdobrar da concepção, que a maravilha.
Volve ao seu homúnculo: retoca-lhe uma pálpebra; aviva um ricto
expressivo na arqueadura do lábio; sombreia-lhe um pouco mais o
rosto, cavando-o; ajeita-lhe melhor a cabeça; arqueia-lhe os braços;
repuxa e reifica-lhe as vestes...
Novo recuo, compassado, lento, remirando-o, para apanhar de um
lance, numa vista de conjunto, a impressão exata, a s;intese de
todas aquelas linhas; e renovar a faina com uma pertinácia e uma
tortura de artista incontentável. Novos retoques, mais delicados,
mais cuidadosos, mais sérios: um tenuíssimo esbatido de sombra, um
traço quase imperceptível na bôca refegada, uma torção
insignificante no pescoço engravatado de trapos...
E o monstro, lento e lento, num transfigurar-se insensível, vai-se
tornando em homem. Pelo menos a ilusão é empolgante...
Repentinamente o bronco estatuário tem um gesto mais comovedor do
que o parla! ansiosíssimo, de Miguel-Ângelo: arranca o seu próprio
sombreiro; atira-o à cabeça do Judas; e os filhinhos todos recuam,
num grito, vendo retratar-se na figura desengonçada e sinistra o
vulto do seu próprio pai.
É um doloroso triunfo. O sertanejo esculpiu o maldito à sua imagem.
Vinga-se de si mesmo: pune-se, afinal, da ambição maldita que o
levou àquela terra; e desafronta-se da fraqueza moral que lhe parte
os ímpetos da rebeldia recalcando-o cada vez mais ao plano inferior
da vida decaída onde a credulidade infantil o jungiu, escravo, à
gleba empantanada dos traficantes, que o iludiram.
Isto, porém, não lhe satisfaz. A imagem material da sua desdita não
deve permanecer inútil num exíguo terreiro de barraca, afogada na
espessura impenetrável, que furta o quadro de suas mágoas,
perpètuamente anônimas, aos próprios olhos de Deus. O rio que lhe
passa à porta é uma estrada para toda a Terra. Que a Terra toda
contemple o seu infortúnio, o seu exaspero cruciante, a sua
desvalia, o seu aniquilamento iníquo, exteriorizados,
golpeantemente, e propalados por um estranho e mudo pregoeiro...
Embaixo, adrede construída desde a véspera, vê-se uma jangada de
quatro paus boiantes, rijamente travejados. Aguarda o viajante
macabro. Condu-lo, prestes, para lá, arrastando-o em descida, pelo
viés dos barrancos avergoados de enxurros.
A breve trecho a figura demoníaca apruma-se, especada, à pôpa da
embarcação ligeira.
Faz-lhe os últimos reparos: arranja-lhe ainda uma vez as vestes;
arruma-lhe às costas um saco cheio de ciscalho e pedras; mete-lhe à
cintura alguma inútil pistola enferrujada, sem fechos, ou um
caxerenguengue gasto; e fazendo-lhe curiosas recomendações, ou
dando-lhe os mais singulares conselhos, impele, ao cabo, a jangada
fantástica para o fio da corrente.
* * *
E Judas feito Ahsverus vai avançando vagarosamente para o meio do
rio. Então os vizinhos mais próximos, que se adensam, curiosos, no
alto das barrancas, intervêem ruidosamente, saudando com repetidas
descargas de rifles aquele botafora. As balas chofram a superfície
líqüida, erriçando-a; cravam-se na embarcação, lascando-a; atingem o
tripulante espantoso; trespassam-no. Ele vacila um momento no seu
pedestal flutuante, fustigado a tiros, indeciso, como a esmar um
rumo, durante alguns minutos, até se reaviar no sentido geral da
correnteza. E a figura desgraciosa, trágica, arrepiadoramente
burlesca, com os seus gestos desmanchados, de demônio e truão,
desafiando maldições e risadas, lá se vai na lúgubre viagem sem
destino e sem fim, a descer, a descer sempre, desequilibradamente,
aos rodopios, tonteando em todas as voltas, à mercê das correntezas,
“de bubuia” sobre as grandes águas.
Não pára mais. À medida que avança, o espantalho errante vai
espalhando em roda a desolação e o terror: as aves, retransidas de
mêdo, acolhem-se, mudas, ao recesso das frondes; os pesados anfíbios
mergulham, cautos, nas profunduras, espavoridos por aquela sombra
que ao cair das tardes e ao subir das manhãs se desata estirando-se,
lutuosamente, pela superfície do rio; os homens correm às armas e
numa fúria recortada de espantos, fazendo o “pelo sinal” e aperrando
os gatilhos, alvejam-no desapiedadamente.
Não defronta a mais pobre barraca sem receber uma descarga rolante
e um apedrejamento.
As balas esfuziam-lhe em torno; varam-no; as águas, zimbradas pelas
pedras, encrespam-se em círculos ondeantes; a jangada balança; e,
acompanhando-lhe os movimentos, agitam-se-lhe os braços e ele parece
agradecer em canhestras mesuras as manifestações rancorosas em que
tempesteiam tiros, e gritos, sarcasmos pungentes e esconjuros e
sobretudo maldições que revivem, na palavra descansada dos matutos,
êste eco de um anátema vibrando há vinte séculos:
- Caminha, desgraçado!
Caminha. Não pára. Afasta-se no volver das águas. Livra-se dos
perseguidores. Desliza, em silêncio, por um estirão retilíneo e
longo; contorneia a arqueadura suavíssima de uma praia deserta. De
súbito, no vencer uma volta, outra habitação: mulheres e crianças,
que ele surpreende à beira do rio, a subirem, desabaladamente, pela
barranca acima, desandando em prantos e clamores. E logo depois, do
alto, o espingardeamento, as pedradas, os convícios, os remoques.
Dois ou três minutos de alaridos e tumulto, até que o judeu errante
se forre ao alcance máximo da trajetória dos rifles, descendo...
E vai descendo, descendo... Por fim não segue mais isolado.
Aliam-se-lhe na estrada dolorosa outros sócios de infortúnio; outros
aleijões apavorantes sobre as mesmas jangadas diminuta entregues ao
acaso das correntes, surgindo de todos os lados, vários no aspecto e
nos gestos: ora muito rijos, amarrados aos postes que os sustentam;
ora em desengonços, desequilibrando-se aos menores balanços,
atrapalhadamente, como ébrios; ou fatídicos, braços alçados,
ameaçadores, amaldiçoando; outros humílimos, acurvados num
acabrunhamento profundo; e por vezes, mais deploráveis, os que se
divisam à ponta de uma corda amarrada no extremo do mastro esguio e
recurvo, a balouçarem, enforcados...
Passam todos aos pares, ou em filas, descendo, descendo
vagarosamente...
Às vezes o rio alarga-se num imenso círculo; remansa-se; a sua
corrente torce-se e vai em giros muito lentos perlongando as
margens, traçando a espiral amplíssima de um redemoinho
imperceptível e traiçoeiro. Os fantasmas vagabundos penetram nestes
amplos recintos de águas mortas, rebalsadas; e estacam por momentos.
Ajuntam-se. Rodeiam-se em lentas e silenciosas revistas.
Misturam-se. Cruzam então pela primera vez os olhares imóveis e
falsos de seus olhos fingidos; e baralham-se-lhes numa agitação
revolta os gestos paralisados e as estaturas rígidas. Há a ilusão de
um estupendo tumulto sem ruídos e de um estranho conciliábulo,
agitadíssimo, travando-se em segredos, num abafamento de vozes
inaudíveis.
Depois, a pouco e pouco, debandam. Afastam-se; dispersam-se. E
acompanhando a correnteza, que se retifica na última espira dos
remansos - lá se vão, em filas, um a um, vagarosamente,
processionalmente, rio abaixo, descendo...
“Brasileiros”
O Peru tem duas histórias fundamentalmente distintas. Uma, a do
comum dos livros, teatral e ruidosa, reduz-se ao romance
rocambolesco dos marechais instantâneos dos pronunciamentos. A outra
é obscura e fecunda. Desdobra-se no deserto. É mais comovente; é
mais grave; é mais ampla. Prolonga, noutros cenários, as tradições
gloriosas das lutas da Independência; e veio até aos nossos dias tão
impartível e sem hiatos, apesar de seus aspectos variáveis, que pode
acapitular-se sob o título único, geralmente adotado pelos melhores
publicistas daquela República: El Problema del oriente.
A designação é perfeita. Trata-se de assunto rigorosamente positivo
a resolver.
Ao peruano não lho impuseram maciços argumentos de sociólogos ou a
intuição feliz de um estadista, senão o próprio empuxo material do
meio. Constrangida numa fita de terrenos adustos entre as
cordilheiras e o mar, onde acampara durante três séculos iludida
pelo fausto dos conquistadores e dos vice-reis, a nacionalidade,
maior herdeira das virtudes e dos vícios por igual notáveis da
Espanha cavalheiresca e decaída do século XVII, compreendeu afinal,
pelo simples instinto da defesa, a necessidade imperiosa de
abandonar a clausura isolante que a seqüestrava de todo o resto da
Terra.
E começou a transmontar os Andes...
Fora longo recontar a sua hégira para o levante, nas investidas
sucessivas por cinco penosíssimas estradas desesperadoramente
retorcidas no boleado das serras, empinando-se em ladeiras altas de
milhares de metros, e unindo os portos do litoral entre Mollendo e
Paita às paragens apetecidas da montanha na extrema orla amazônica
expandida do pongo de Manseriche às urmanas acachoantes do
Urubamba.
Baste-nos notar que depois de transposta a última cordilheira do
Oriente e atingida a bacia do Ucaiáli, pôs-se de manifesto aos seus
mais incuriosos pioneiros, a par da exuberância do vale maravilhoso
capaz de regenerar-lhes a nacionalidade exausta, uma anomalia física
oriunda dos relevos orográficos ali predominantes: a melhor porção
do país entre os que mais se afiguram ribeirinhos do Pacífico, tem
como único e verdadeiro mar, capaz de consorciá-la pelo intercâmbio
comercial à civilização longínque, o Atlântico, que se lhe prende
graças aos três longos sulcos desimpedidos do Purus, do Juruá e do
Ucaiáli.
Nenhum milagre de engenharia lhos substituirá com vantagem. A linha
férrea de Oroya e as que se lhe emparelham nas ousadias do traçado -
tornejando escarpas a pique, enfiando em túneis afogados nas nuvens,
e correndo em viadutos alcandorados nos abismos - não criarão
sistemas de comunicações mais práticas e seguras.
As suas condições técnicas excepcionais, industrialmente
desastrosas, tornam-nas para sempre impropriadas a transportarem,
sem fretes excessivos, os produtos do Oriente, ainda quando a
abertura do Canal de Panamá dispense, mais tarde, a longa travessia
contorneante do Cabo Horn.
Assim, a saída para o Atlântico, pelo Amazonas e seus tributários
de sudoeste, se tornou a primeira solução claríssima do problema. E
nas paragens novas, erigidas administrativamente no atual
Departamento de Loreto, começou para logo um intensivo trabalho de
domínio, que persiste, crescente, em nossos dias.
Abriram-se caminhos demandando a opulenta zona fluvial;
planearam-se, a despeito de sucessivos malogros, colônias militares
e agrícolas, reatou-se, na revivescência das missões apostólicas, a
tradição admirável dos jesuítas de Maynas; engenhou-se uma vasta
regulamentação de terras; construiu-se o pôrto de Iquitos, e, para
aviventar-se o povoamento, aboliram-se todos os impostos, agindo o
homem aforradamente na terra feracíssima. Ao mesmo tempo as
expedições geográficas, iniciadas em 1834 por P. Beltran e W. Smith,
em que tanto se ilustraram depois F. de Castelnau, Faustino
Maldonado, A. Raimondi, John Tucker e hoje G. Stiglich, rumaram a
todos os quadrantes, ininterruptas e pertinazes, na tarefa complexa
que era uma espécie de levantamento expedito de uma nova pátria.
Aos caudilhos irrequietos contrapuseram-se os exploradores
tranqüilos. No litoral revolto pelas sedições e guerrilhas
sistematizava-se a incapacidade crônica dos governos
revolucionários, e, derrancados os melhores estímulos da recente
campanha pela liberdade, os bravos salteadores do poder
desmandavam-se num militarismo pernicioso que ali, como em toda
parte, era a fraqueza irritável da nação enferma. Nos desertos
floridos da montanha ao arrepio ou à feição dos rios ignorados,
remoinhando nos giros estonteantes das muyunas, canoas despedidas,
de frecha, nas correntadas céleres dos pongos, ou embatendo nas
travancas abruptas das cachoeiras - os geógrafos, os prefeitos e os
missionários demarcavam novos cenários à pátria regenerada e,
apurando em tirocínio de perigos os mais nobres atributos da sua
raça, reconstruíram o caráter nacional que se abatera, e davam
àqueles rumos, secamente definidos por traçados geométricos, um
prolongamento inesperado na História.
Porque o problema do Oriente, afinal, incluía nas suas numerosas
incógnitas os destinos do Peru inteiro.
Reconheciam-nos os próprios caudilhos esmaniados. Não raro no
estavanado e vacilante de seus atos, entre dois fuzilamentos ou
entre dois combates, acertavam de considerar por momentos as
paragens insistentemente aneladas, e muito deles, de golpe,
transfiguravam-se patenteando lúcidos descortinos de estadistas.
A êste propósito poderiam citar-se numerosos casos delatadores da
política bifronte, do mesmo passo reconstituinte e demolidora, que
com o rigorismo de um decalque retrata na ordem moral do Peru o
contraste físico entre o Ocidente obscurecido, onde as energias se
quebrantam malignadas pela história emocional epidêmica dos
pronunciamentos - e o Levante resplandecente, onde alvorecem as
esperanças renascidas.
* * *
Aponte-se um exemplo.
Em 1841 a República estava a pique das maiores catástrofes.
Imperava D. Agustín Gamarra. Aquêle zambo cesareano refletia nos
atos tumultuários os desequilíbrios de seu temperamento instável, de
mestiço, ferrotoado dos temores e das impaciências de um prestígio
improvisado, à ventura, nos sobressaltos das guerrilhas.
O seu governo - governo de quem inaugurou no Peru o regime das
deposições apeando o virtuodo La Mar - foi naturalmente
agitadíssimo. O restaurador impôsto pelas armas dos chilenos, de
Bulnes, sobre os destroços da efêmera confederação
perúvio-boliviana, assediado pelas ambições contrariadas, pelas
exigências dos condutícios incontentáveis e pelas ameaças dos
conspiradores recidivos, tonteava na vertigem daquela eminência,
onde chegara desprendendo-se da parceria dos cholos e pisoando todos
os melindres aristocráticos da terra que sobre todas herdara a
sobranceria tradicional da Espanha. Nas conjunturas prementes
dependeu-lhe, por vezes, a fortuna, até do gesto de uma mulher - a
sua própria esposa, amazona gentilmente heróica, que não raro
travando de uma espada e precipitando-se, à espora feita, a cavalo,
pelo campo das manobras ou no mais aceso dos combates, ia eletrizar
com a presença encantadora os coronéis embevecidos e os regimentos
vacilantes...
Assim não se poderiam exigir à vida em tanta maneira perturbada e
romântica, daquele presidente, ponderosas medidas administrativas.
Acompanhamo-la apenas com o interesse artístico de quem segue a
urdidura de imaginosa novela sulcada de episódios alarmantes, ou
dramáticos, até desfechar no sacrifício, inútil e glorioso, do
protagonista, sucumbindo sob uma carga furiosa dos lanceiros
bolivianos nas esplanadas de Viacho...
Mas no volver de uma das páginas salteia-nos esta surpresa:
“El ciudadano Agustín Gamarra - Gran mariscal restaurador del Perú,
benemérito a la patria in grado heroico y eminente, etc.
“Considerando que para promover la navigación por vapor en el rio
de Amazonas y sus confluentes és necesario proporcionar facilidades
y ventagens que indemnicen a los empresarios...
“Decreta: 1a Se concebe al ciudadano brasileiro D. Antonio
Marcelino Pereira Ribeiro el privilegio exclusivo de navegar por
buques de vapor en el rio Amazonas, en la parte que corresponde al
Perú e todos sus afluentes.
“...Los buques de vapor levarón el pabellón brasileiro...
“Dada en la casa de Gobierno de Lima a 6 de Julio de 1841.”
Este decreto, extratado nos trechos principais, inculca ao mesmo
tempo o caudilho, no recacho presuntuoso que lhe emprestam aqueles
adjetivos e substantivos constrangidos a escoltarem-lhe o nome, e o
governante, que primeiro traçou aos seus patrícios a marcha
regeneradora para o Oriente. Mas não o reproduzimos apenas para
realce dos aspectos contrariantes da História Peruana; senão também
para destacar aquela figura de brasileiro, que seria inexpressiva se
não constituísse o primeiro termo de uma série de compatriotas
obscuros, erradios dos nossos fastos e elegendo-se por atos
memoráveis entre os melhores servidores da nação vizinha.
De fato, à medida que se rastreia a marcha peruana para o levante,
exposta em todos os seuspormenores, miudeada em regulamentos, em
decretos, em circulares e em ofícios - porque é a suprema
preocupação política, militar e administrativa do Peru - observa-se
nas referências obrigatórias e incisivas ao elemento brasileiro, o
intercurso de uma outra avançada obscura, mas vigorosa, e
contrapondo-se-lhe numa expansão tão enérgica, para o ocidente, que
com os seus efeitos a despontarem de longe em longe, precisamente
nos períodos mais decisivos da primeira, se restauraria todo um
capítulo da nossa História, que se perdeu ou se fracionou
despercebido à visão embotada dos cronistas, para ressurgir agora,
esparso em fragmentos surpreendentes, nas entrelinhas da História de
outro povo.
É o que demonstram outros casos, entre nós inéditos. Apontemo-los
de relance.
* * *
No período abrangido pelos governos do austero Marechal Castilla, as
explorações prosseguiram. Castelnau desceu das cabeceiras do
Urubamba às ribas do Amazonas; Maldonado imortalizou-se descobrindo,
numa excursão temerária, a nova estrada para o Atlântico ajustada ao
sulco desmedido do Madre de Diós; e Raimondi desvendou os tesouros
da mesopotâmia de 16.000 léguas quadradas de terras exuberantes,
interferidas pelos cursos do Huallaga e do Ucaiáli. Por fim
Montferrir calculou, rigorosamente, as riquezas da Canaã vastíssima:
50.000.000 de hectares, valendo o mínimo de meio bilhão de pesos.
A aritmética tornava-se quase lírica nesta dilatação de números
maravilhosos.
As medidas governamentais do grande Marechal tiveram para logo o
alento dos mais enérgicos estímulos patrióticos, a par do anseio de
fortuna dos mais desassombrados aventureiros.
Os peruanos, iludidos durante largo tempo no litoral estéril, viam
pela primeira vez o novo mundo. E a conquista da terra, numa de suas
fases mais agudas, desenrolou-se em toda a plenitude.
Então, contravindo a tantas esperanças sob o amparo das mais
lúcidas resoluções governativas - leis, regulamentos e decretos
enfeixando-se num volumoso compêndio de administração fecunda e
militante - principiou uma fase desalentadora de brilhantes
tentativas abortícias.
As colônias planeadas, e para logo erigidas, espelhavam por algum
tempo naqueles rincões solitários a fantasmagoria de um progresso
artificial; e extinguiam-se prestes. Já em 1854 o governador de
Loreto, pueblo obscuro cujo nome irradia hoje abrangendo aqueles
lugares, ao informar do estado de duas colonizações sucessivas que
ali se estabeleceram, centralizadas em Caballo-Cocha, próximas à
fronteira do Brasil, indicava-as completamente extintas. E idênticos
malogros generalizavam-se por toda a banda.
Eram naturais. As vagas humanas nas paragens virgens não se
aquietam de súbito. Carateriza-as nos primeiros estádios a
instabilidade inevitável imposta pela própria força viva adquirida
no movimento da maarcha. Precedendo ao equilíbrio das culturas,
surge a pesquisa dos frutos ou das riquezas imediatas, como a
permitir aos recém-vindos, na vida errante das colheitas, dos
garimpos, dos pastoreios ou das caçadas, um reconhecimento
imprescindível do seu nôvo habitat, antes da escolha de uma situação
de descanso.
É a eterna função social do nomadismo, que mesmo no Peru já se
manifestara na azáfama devastadora dos cascarileros, desvendando as
paragens ignotas que vão dos cerros de Carabaya às vertentes mais
aastadas do Beni.
Êste incentivo, porém, ali, estava extinto.
Por aquele tempo, uma tenaz explorador, Marckam, comissionado pelo
governo inglês, andava nas regiões da quina calisaya; e conseguira
transplantar tão prontamente para as Índias aquele elemento da
fortuna peruana que, já em 1862, mais de quatro milhões de árvores,
em Darjeeling, com a produção extraordinária de 370 toneladas de
quinino, iniciavam uma concorrência triunfante no primeiro assalto.
Deste modo, as paragens tão ansiosamente apetecidas mostravam-se,
ante os novos povoadores, desnudas dêsses recursos que em toda a
parte se figuram adrede predispostos a que não se desenfluam as
esperanças sempre exageradas dos que emigram.
Não lhes bastariam, certo, as bombonaças para os chapéus de palha
oriundos da indústria graciosa das mulheres do Moyobamba, ou os
cascalhos auríferos das vertentes do Pastaza guardadas pelos
huambizas ferocíssimos.
Assim, todos os atos, e magníficos decretos, e lúcidos
regulamentos, e generosas concessões de terras, do último governo de
Castilla, desfechariam nos mais lastimáveis insucessos se,
precisamente na derradeira quadra da sua presidência, e no mesmo ano
(1862) em que a cultura indiana da quina arrebatava daqueles
desertos o seu maior atrativo _ um anônimo, um outro imortal
humílimo evadido da nossa História, não aparecesse, eclipsando de
golpe os mais imponentes lances administrativos e oferecendo aos
peruanos o reagente enérgico que os alentaria até aos nossos dias na
rota da Amazônia.
Um brasileiro descobriu o caucho; ou, pelo menos, instituiu ali a
indústria extrativa correspondente.
No reconstruir este trecho da nossa História, que versado mais
tarde por um historiador merecerá o título de “Expansão Brasileira
na Amazônia”, não vamos desacompanhados.
Diz-nos um narrador sincero:
“Antes do ano de 1862, não tinha ainda sido explorada a
incalculável riqueza da goma elástica... Depois da entrada de alguns
brasileiros para o território do Departamento, principalmente do
laborioso José Joaquim Ribeiro, começou êste rico produto a figurar
no catálogo dos que o Departamento exporta para o Brasil. A primeira
quantidade exportada foi de 2.088 quilogramas, produto dos ensaios
daquele brasileiro que muito teria contribuído para o
desenvolvimento dessa indústria, se ao iniciá-la não encontrasse
contrariedades nascidas do cupidismo de alguns agentes subalternos
que contra ele exerceram todos os ardis...”
Não comentemos o desquerer das autoridades peruanas. Era antigo.
Desde 1811 o reportado D. Manoel Ijurra denunciava “los Brazileros
más próximos al Perú que tienen la bárbara costumbre de armar
expediciones militares con objeto de haccer correrías sobre los
indios Maynas, atropelando muchas veces las autoridades...”; ou
apresentava-os como “absolutos monopolizadores del comercio de
importación o exportación.” Cinco anos depois, em ofício alarmante,
o Subprefeito de Maynas solicitava providências urgentíssimas “al
intuito de que los Brazileros moradores de Caballo-Cocha, salgan
fuera de esta provincia, se buenamente no quieren, por la fuerza”; e
pintava-os laivando-os dos mais denegridos estigmas. Por fim o
Governador-Geral das Missões (1849) determinou se exigissem
passaportes de todos os brasileiros que lá entrassem, gaguejando num
castelhano emperrado esta razão curiosíssima: “que no se
experimentaba provecho alguno en estos negociantes del Brazil; ni
menos hay bayonetas con que poder conterlos; hacen lo que quieren
metiendo-se por los rios, extraendo zarza, manteca, salado e otras
especies...”
Não prossigamos.
Adivinha-se nestas linhas, que poderiam ser prolongadas, a invasão
formidável que se alastrava avassaladora para o ocidente, desafiando
os ódios do estrangeiro; espraiando-se pelo vale do grande rio, por
Loreto, Caballo-Cocha, Moremote, Perenate, Iquitos, até Nauta, na
embocadura do Ucaiáli; subindo pelo Ucaiáli em fora até além do
Pachitéa: deixando nos mais vários pontos, nos sítios numerosos, nas
trilhas coleantes do deserto, e até nos costumes ainda persistentes,
os traços indeléveis da passagem.
Se a historiássemos contraporíanos às verrinas oficiais dos
subprefeitos apavorados, cujos dizeres se pejoravam à medida que
progredia aquela surda conquista do solo, os próprios conceitos de
Antonio Raimondi. Mas aquele belo tipo de Joaquim Ribeiro, que em
1868 o maior naturalista peruano foi encontrar nas margens do Itaia
possuindo as melhores fazendas do Departamento, concretiza uma
réplica irrefragável. Não o pearam tão pequeninos empeços. Criada a
indústria extrativa, a exportação da borracha a partir de 1871
erigiu-se preeminente entre as dos demais produtos de Loreto. E as
turmas dos extratores, sem nenhuns amparos oficiais, rompendo
espontâneos de toda a parte e arremetentes com as mais
desfreqüentadas espessuras, ultimaram em pocuo tempo a empresa quase
secular tantas vezes cindida de reveses.
Desvendou-se todo o Oriente.
Mas há um reverso no quadro.
A exploração do caucho como a praticam os peruanos, derribando as
árvores, e passando sempre à cata de novas “manchas” de castilloas
ainda nào conhecidas, em nomadismo profissional interminável, que os
leva à prática de todos os atentados nos recontros inevitáveis com
os aborígenes - acarreta a desorganização sistemática da sociedade.
O caucheiro, eterno caçador de territórios, não tem pega sobre a
terra. Nessa atividade primitiva apuram-se-lhe, exclusivos, os
atributos da astúcia, da agilidade e da força. Por fim, um bárbaro
individualismo. Há uma involução lastimável no homem perpètuamente
arredio dos povoados, errante de rio em rio, de espessura em
espessura, sempre em busca de uma mata virgem onde se oculte ou se
homizie como um foragido da civilização.
A sua passagem foi nefasta. Ao cabo de 30 anos de povoamento, as
margens do Ucaiáli, tão nobilitadas outrora pela abnegação dos
missionários de Sarayaco, patenteiam, hoje, nos seus vilarejos
diminutos, uma decadência moral indescritível.
O Coronel Pedro Portillo, atual Prefeito de Loreto, que as visitou
em 1899, denunciou-a, indignado: Alli no hay leyes... El más fuerte
que tiene más rifles, es el dueño de la justicia”. Verberou depois o
tráfico escandaloso de escravos. E, afinados pelo mesmo tom, um
sem-número de outros excursionistas, que fôra longo citar, delatam,
em narativas expressivas, o regime de tropelias que se normalizou
naquelas terras - e se amplia seguindo os rastros do homem que passa
pelo deserto com o só efeito de barbarizar a própria barbaria.
* * *
Ora, na presciência dos inconvenientes desta exploração, que,
entretanto, determinou o pleno desdobramento de seu domínio no
Oriente, o governo peruano nunca renunciou ao seu primitivo
propósito de uma colonização intensiva. E para ao mesmo tempo
garantir o tráfego do melhor caminho para o Amazonas, pelo Ucaiáli,
que vai da estação terminus de Oroya aos tributários principais do
Pachitéa, estabeleceu em 1857, à margem de um deles, o Rio Pozuzo, a
colônia alemã, que sobre todas lhe monopolizou os cuidados e uma
solicitude nunca interrompida.
Realmente, a situação era admirável. À média distância de Iquitos,
próxima aos afluentes navegáveis do Ucaiáli e num solo exuberante, o
núcleo estabelecido era, militar e administrativamente, o mais firme
ponto estratégico daquele combate com o deserto, justificando-se os
esforços e extraordinárias despesas que se fizeram para um rápido
desenvolvimento, que as melhores condições naturais favoreciam.
Mas não lhe vingou o plano. A exemplo do que acontecera em Loreto,
os novos povoadores, embora mais persistentes, anulavam-se,
estéreis. A colônia paralisara-se, tolhiça, entre os esplendores da
floresta. Reduziu-se a culturas rudimentares que mal lhe satisfaziam
o consumo. E o progresso demográfico, quase insensível, retratava-se
numa prole linfática, em que o rijo arcabouço prussiano se engelhava
na envergadura esmirrada do quíchua. Ao visitá-la, em 1870, o
Prefeito de Huanuco, Coronel Vizcarra, quedou atônito e comovido: os
colonos apresentaram-se-lhe andrajosos e famintos, pedindo-lhe pão e
vestes para velarem a nudez. O romântico D. Manoel Pinzás, que
descreveu a viagem, pinta-nos em longos períodos soluçantes os
lances daquele cuadro desgarrador!, suspendendo-o em dois rijos
pontos de admiração.
Viu-o ainda, passado um lustro, com as mesmas côres sombrias, o Dr.
Santiago Tavara, ao descrever a primeira viagem do Almirante Tucker.
Por fim, transcorridos trinta anos, o Coronel P. Portillo na sua
rota do Ucaiáli teve notícias certas do núcleo povoador: era uma
Tebaida aterradora. Lá dentro os primitivos colonos e os seus
rebentos degenerados agitavam-se vítimas de um fanatismo
irremediável, na mandria dolorosa das penitências, a rezarem, a
desfiarem rosários e a entoarem umas ladainhas intermináveis numa
concorrência escandalosa com os guaribas da floresta.
Ora, o excursionista, que é hoje um dos mais lúcidos políticos
peruanos, para agravar-lse-lhe o desapontamento ante êste malôgro
completo da colônia predileta da sua terra, tivera dias antes, ao
passar em Puerto Victoria, na confluência do Pichis e do Palcazu,
formadores do Pachitéa, um espetáculo completamente diverso. De
fato, Puerto Victoria surgira e desenvolvera-se, tornando-se a
estância mais animada e opulenta daquela redondeza, sem que o
governo peruano soubesse ao menos do seu aparecimento.
Jamais cogitara em povoar aquele trecho.
A paragem era malsinada. Rodeavam-na os mais bravios entre os
selvagens sul-americanos: os campas do Pajonal, ao sul, e ao norte
os caxibos indomáveis, que em 1866 haviam trucidado em Chonta-Isla,
que lhe demora a jusante, os oficiais de marinha Tavara e West. O
Prefeito Benito Arana, que ali andara naquele mesmo ano, fôra, em
som de guerra, com dois vapôres e uma lancha artilhada, em revide
àquela afronta sanguinolenta. Saltou em terra; meteu-se pela mata;
travou pequeninos recontros em formidáveis tiroteios; volveu num
triunfo singularíssimo, encalçado de perto pelos selvagens, que o
frechavam; embarcou no tumulto da sua gente vitoriosa, e fugindo;
canhoneou furiosamente as barrancas; volveu, precípite, águas
abaixo, deixando na Playa del Castigo um traço romanesco da sua
empresa tormentosa...
E durante três decênios a região sinistra permaneceu no isolamento
que lhe criavam as gente apavoradas...
Até que, provindos do ocidente e vencendo à voga arrancada, nas
ubás esguias, as correntezas fortes do Pachitéa, atravessaram-na de
extremo a extremo e foram abordar na confluência do Pichis alguns
aventureiros destemerosos.
Eram uns caboclos entroncados, de tez morena e baça, e musculatura
seca e poderosa. Não eram caucheiros. A palavra remorada não lhes
vibrava na fanfarrice ruidosa. Ao invés de um tambo, improvisaram um
tejupar mal arranjado. Não se armaram do cuchillo, misto de punhal e
de navalha. Pendiam-lhes à cintura as facas de arrasto, longas como
as espadas.
Aperceberam-se sem ruídos para a empresa e penetraram,
vagarosamente, na floresta...
Não se conhecem as peripécias da entrada temerária, que foram sem
dúvida excepcionalmente dramáticas. Os caxibos têm no próprio nome a
legenda da sua ferocidade. Caxi, morcego; boi, semelhante.
Figuradamente: sugadores de sangue. Ainda nos seus raros momentos de
jovialidade aqueles bárbaros assustam, quando o riso lhes descobre
os dentes retintos do sumo negro da palmeira chonta; ou estiram-se
de bruços, acaroados com o chão, as bocas junto à terra, ululando
longamente as notas demoradas de uma melopéia selvagem.
Atravessaram, indenes na bruteza, trezentos anos de catequese; e
são ainda a tribo mais bravia do vale do Ucaiáli.
Mas ao que se figura não pulsearam com vantagem o vigor nos novos
pioneiros.
É que o bárbaro sanguinário tinha pela frente, enterreirando-o, um
adversário mais temeroso, o jagunço.
Os recém-vindos eram brasileiros do Norte; e o seu patrão, Pedro C.
de Oliveira, mais um modelo de lidador obscuro aparecendo em lances
de fecundas iniciativas entre os acontecimentos de uma história
estranha. Para aquilatar-se-lhe a valia, observemos de relance que
em janeiro de 1900 foi nomeado, apesar da sua nacionalidade,
governador de toda a zona que o seu barracão centralizava.
O Coronel Portillo, que ali deparou agasalho sincero sem o pregão
de rasgados oferecimentos, tão característico da nossa gens obscura,
trai em todos os conceitos que emitiu no seu relatório - desde o
primeiro dia até desperdir-se da “muy estimable familia del señor
Olivera”, o encanto que lhe causou a estância animadíssima no centro
de suas culturas fartas, e inteligentemente locada com as numerosas
vivendas circulantes no alto da barranca, a prumo sobre a margem
esquerda do rio, que se alcançava subindo uma longa escadaria
resistente e tosca. Cativaram-no, sobretudo, os valentes tranqüilos
que se lhe mostraram modestíssimos em pleno triunfo sobre a barbaria
e a terra. Por fim, à sua visão esclarecida não escapou que aquele
forasteiro, sem um decreto e sem uma subvenção, resolvera o problema
colimado pelo governo de seu país, fundando no lugar mais
conveniente a estação garantidora da “via central” demandando a
Amazônia. Disse-o nuamente: Pôrto Vitória era o lugar mais
apropriado para a guarnição militar e alfândega que protegessem a
importação e exportação da colônia de Chanchamayo, norte de Pajonal,
Tarma e montañas do Palcazu, Matro e Pozuzo.
Concluiu: “La casa de Olivera debe ser tomada por el Supremo
Gobierno como la más aparente para las oficinas de la capitania,
aduana e comandancia militar.”
Foi aceito o alvitre. Um decreto do Presidente Pierola ordenou a
demarcação de Puerto Victoria para estabelecer-se comisaría
destinada a proteger os colonizadores daquelas terras; e num grande
ciúme da situação vantajosa adquirida revelou o intento de uma posse
exclusiva “no consentiendo, alli, en el radio de un quilómetro,
poblador alguno”.
O Peru conseguira realmente uma estação fluvial admirável. E os
brasileiros retiraram-se.
Passaram cinco anos.
Em 1905 um touriste parisiense, J. Delebecque, desceu o Pachitéa,
em viagem para o Amazonas, e não notaria a estância outrora
florescente se não o acompanhassem alguns índios mansos conhecedores
dos lugares.
No alto da barranca, que os enxurros solapavam, viam-se apenas
alguns tetos abatidos e restos de culturas afogadas num carrascal
bravio.
O porto era uma ruína.
O viajante ali permaneceu por algumas horas a fim de secar as suas
roupas encharcadas ao calor de uma fogueira feita com as portas
desquiciadas e ombreiras vacilantes das vivendas, consoante praticam
todos os que por ali passam na travessia de Iquitos; e considerou,
melancòlicamente, que daquele jeito Puerto Victoria seria em breve
apenas uma recordação.
Depois abalou rio abaixo, a toda a voga, fugindo da paragem que se
ermana no mais completo abandono...
Transacreana.
A carta da Amazônia, no trato que demora ao ocidente do Madeira, é o
diagrama de seu povoamento inicial. A história da paragem nova,
antes de escrever-se, desenha-se. Não se lê, vê-se. Resume-se nos
longos e torturosos riscos do Purus, do Juruá e do Javari.
São linhas naturais de comunicação a que nenhumas se emparelham no
favorecer um dilatado domínio. Geomètricamente, os seus talvegues,
rumados no sentido geral de SO para NE, num quase paralelismo,
oblíquos aos meridianos, facultam avançamentos simultâneos em
latitude e em longitude; sob o aspecto físico, à parte os entraves
artificiais oriundos do abandono em que jazem, estiram-se de todo
desimpedidos. Travam-se-lhes os mais privilegiados requisitos. Na
grande maioria dos rios amazônicos, e sobretudo no Vale do Ucaiáli,
os empeços naturais acumulam-se ao ponto de originarem estranhos
têrmos geográficos. Nêles não há citar-se um só. Nem pongos
vertiginosos, nem despenhadas urmanas, nem muiúnas remoinhantes ou
vueltas del diablo desesperadores...
Daí esta expressiva conseqüência histórica: enquanto no Tocantins,
no Tapajós, no Madeira e no Rio Negro, o povoamento, iniciado desde
os tempos coloniais, se entorpeceu ou retrogradou, retratando-se na
ruinaria dos vilarejos a caírem com as barrancas solapadas, ali,
ajustando-se-lhes às margens, progrediu tão de improviso que
determinou, em menos de cinqüenta anos, uma dilatação de fronteiras.
Era inevitável. O forasteiro, ao penetrar o Purus ou o Juruá, não
carecia de excepcionais recursos à empresa. Uma canoa maneira e um
varejão, ou um remo, aparelhavam-no às mais espantosas viagens. O
rio carregava-o; guiava-o; alimentando-o; protegendo-o. Restava-lhe
o só esforço de colher à ourela das matas marginais as especiarias
valiosas; atestar com elas os seus barcos primitivos e volver águas
abaixo - dormindo em cima da fortuna adquirida sem trabalho. A terra
farta, mercê duma armazenagem milenária de riquezas, excluía a
cultura. Abria-se-lhe em avenidas fluviais maravilhosas. Impôs-lhe a
tarefa exclusiva das colheitas. Por fim tornou-lhe lógico o
nomadismo.
O nome de “montaria”, da sua ubá aligeirada, é extremamente
expressivo. Ela o ajustou àquelas solidões de nível, como o cavalo
adaptou o tártaro às estepes. Esta diferença apenas: ao passo que o
calmuco tem nos infinitos pontos do horizonte infinitos rumos
atraindo-o ao nomadismo irradiante à roda da sua iurta, que ao
mudar-se se afigura imóvel no círculo indefinido das planuras - o
jacumaúba amazonense, subordinado a roteiros lineares, adscrito a
direções imutáveis, ficou largo tempo constrangido entre as
barrancas dos rios. Mal poderia libertar-se em desvios de poucas
léguas pelos sulcos laterais dos tributários. Ao invés do que se
acredita, aquelas rêdes hidrográficas, entretecidas de malhas tão
contínuas, não misturam as águas das caudais diversas em largas
anastomoses, insinuando-se pelas imperceptíveis linhas de vertentes
abatidas nas planícies encharcadas. O paranamirim volve sempre ao
leito principal de onde se esgalhou; e o igarapé acaba no lago que
ele alimentou nas cheias para que o alimente nas vazantes, correndo
em sentidos opostos consoante as estações; ou extingue-se,
ampliando-se nos plainos empantanados escondidos pela flórula
anfíbia dos igapós inextricáveis de lianas. Entre um curso d’água e
outro, a faixa da floresta substitui a montanha que não existe. É um
isolador. Separa. E subdividiu, de fato, em longos caminhos
isolados, as massas povoadoras que demandavam aquela zona.
Viu-se então, de par com primitivas condições tão favoráveis, êste
reverso: o homem, em vez de senhorear a terra, escravizava-se ao
rio. O povoamento não se expandia: estirava-se. Progredia em longas
filas, ou volvia sobre si mesmo sem deixar os sulcos em que se
encaixa - tendendo a imobilizar-se na aparência de um progresso
ilusório, de recuos e avançadas, do aventureiro que parte, penetra
fundo a terra, explora-a e volta pelas mesmas trilhas - ou renova,
monòtonamente, os mesmos itinerários da sua inambulação invariável.
Ao cabo, a breve, mas agitadíssima história das paragens novas, à
parte ligeiras variantes, ia imprimindo-se toda, secamente, naquelas
extensas linhas desatadas para SO: três ou quatro riscos, três ou
quatro desenhos de rios, coleando, indefinidos, num deserto...
* * *
Ora, este aspecto social desalentador, criado sobretudo pelas
condições em começo tão favoráveis, dos rios, corrige-se pela
ligação transversa de seus grandes vales.
A idéia não é original, nem nova. Há muito tempo, com intuição
admirável, os rudes povoadores daqueles longínquos recantos
realizaram-na com a abertura dos primeiros varadouros.
O varadouro - legado da atividade heróica dos paulistas compartido
hoje pelo amazonense, pelo boliviano e pelo peruano - é a vereda
atalhadora que vai por terra de uma vertente fluvial a outra.
A princípio tortuoso e breve, apagando-se no afogado da espessura,
ele reflete a própria marcha indecisa da sociedade nascente e
titubeante, que abandonou o regaço dos rios para caminhar por si. E
foi crescendo com ela. Hoje nas suas trilhas estreitíssimas, de um
metro de largura, tiradas a facão, estirando-se por toda a parte,
entretecendo-se em voltas inumeráveis, ou encruzilhadas, e ligando
os afluentes esgalhados de todas as cabeceiras, do Acre para o
Purus, deste para o Juruá e daí para o Ucaiáli, vai traçando-se a
história contemporânea do nôvo território, de um modo de todo
contraposto à primitiva submissão ao fatalismo imponente das grandes
linhas naturais de comunicação.
Nos seus torcicolos, impostos pelas linhas mais altas das pequenas
vertentes deprimidas, sente-se um estranho movimento irrequieto, de
revolta. Trilhando-os, o homem é, de fato, um insubmisso. Insurge-se
contra a natureza carinhosa e traiçoeira, que o enriquecia e matava.
Repele-lhe tanto os amparos antigos que realiza na maior das
mesopotâmias a anomalia de navegar em sêco; ou esta transfiguração:
carrega de um rio para o outro o barco que o carregava outrora. Por
fim, numa afirmativa crescente da vontade, vai estirando de rio em
rio, retramada com os infinitos fios dos igarapés, a rêde
aprisionadora, de malhas cada vez menores e mais numerosas, que lhe
entregará em breve a terra dominada.
E do Acre para o Iaco, para o Tauamano e para o Orton: do Purus
para o Madre de Diós, para o Ucaiáli, para o Javari, trilhando
aforradamente o território em todos os quadrantes, os acreanos,
despeados do antigo traço de união do Amazonas longínquo, que os
submetia, dispersos, ao litoral afastado, vão em cada uma daquelas
veredas atrevidas, firmando um símbolo tangível de independência e
de posse.
Tomemos um exemplo de testemunho estrangeiro.
Em 1904 o oficial da marinha peruana, Germano Stiglich, encontrou
no Javari vários brasileiros, que o surpreenderam com a simples
narrativa de uma travessia costumeira, ante a qual se apequenavam as
suas mais estiradas rotas de explorador notável. Registrou-a em um
de seus relatórios: os sertanistas entram pelo Javar, subindo o
Itacoaí até às cabeceiras; varam dali, por terra a buscarem as
vertentes do Ipixuna: alcançam-nas; transmontam-nas; descem o
pequeno tributário; chegam ao Juruá; navegam até S. Felipe, onde
infletem, penetrando o Tarauacá, o Envira e o Jurupari até onde
subam as suas canoas ligeiras; deixam-nas; rompem outra vez por
terra a encontrarem o Purus nas cercanias de Sobral; descem,
embarcados, 760 km do grande rio até a foz do Ituxi; e enveredando
por este último, vão, depois de uma outra varação por terra, atingir
o Abunã, que baixam, abordando, afinal à margem esquerda do Madeira.
A derrota, com a percentagem de 20% sobre as retas da desmedida
linha quebrada que a define, avalia-se em 3.000 km, ou o dobro da
estrada tradicional, dos bandeirantes, entre S. Paulo e Cuiabá. Os
obscuros pioneiros prolongam a estes dias a tradição heróica das
entradas, que constituem o único aspecto original da nossa História.
Aquele roteiro, entretanto, alonga-se contorcendo-se em voltas
sobremaneira extensas. Abreviemo-lo, baseando-nos em alguns dados
seguros.
Partindo de Remate dos Males, no Javari, nas cercanias de
Tabatinga, o viajante, em qualquer estação, pode sulcar num dia o
Itacoaí até a confluência do Ituí, percorrendo 140 km itinerários.
Prossegue por terra em terreno firme, no rumo de SE pelo extenso
varadouro de 190 km que corta as cabeceiras do Jutaí e termina em S.
Felipe, à margem do Juruá, empregando apenas cinco dias de marcha.
Sobe o Tarauacá, embarcado, até a foz do Envira; e desta à do
Jurupari, prosseguindo a buscar as suas mais altas vertentes, num
percurso máximo de 350 km que vencerá em pouco mais de uma semana.
Rompe o breve varadouro que o leva ao Furo do Juruá, e atinge,
descendo-o, ao fim de dois dias, de lancha, realizados os ligeiros
reparos de que carece o rio. A sede da Prefeitura do Alto-Purus,
distante 24 km, alcança-se em duas horas de navegação; e dali, pelo
varadouro do Oriente, longo de 25 léguas percorrido normalmente em
cinco dias, chega-se ao seringal Bajé, à margem esquerda do Acre.
Transpondo este rio e seguindo para leste a cortar os derradeiros
tributários do Iquiri e os campos do Gavião, o caminhante vai ao
Abunã, a jusante da embocadura do Tipamanu, e daí ao Beni, na
confluência do Madeira, percorrendo cerca de 300 km em oito dias,
por terra.
Deste modo, em pouco mais de um mês de travessia, vencendo-se 907
km por águas e 660 por terra, pode-se vir de Tabatinga a Vila Bela,
diagonalmente, de um a outro extremo da Amazônia, naquele itinerário
de 250 léguas.
A êstes números falta, sem dúvida, o rigorismo das quilometragens
regulares; mas não variam talvez de um décimo sobre a realidade, à
parte os dados demasiado falíveis relativos à navegação do Tarauacá
e ao rumo por terra do Jurupari ao Purus.
Excluamo-los nesta variante: partindo do mesmo ponto à margem do
Javari e sulcando o Itacoaí até aos seus derradeiros formadores, o
viajante encontra o antigo varadouro do Ipixuna que o conduz ao
Juruá e a Cruzeiro do Sul, capital do Departamento, em percurso
pouco maior do que o anterior por S. Felipe.
Ora, de Cruzeiro do Sul às sedes dos departamentos do Purus e do
Acre podem remover-se todos os inconvenientes daquela navegação
precária, sujeita a fatigante roteiro.
De fato, o extenso segmento retilíneo, de 605 km, da linha Cunha
Gomes, é a própria linha de ensaio de um varadouro notável ligando
as três sedes administrativas. Dando-se-lhe o desenvolvimento
exagerado de 20% sobre a distância, terá a extensão de 726 km; ou
sejam, exatamente, 110 léguas, que podem ser transpostas em grande
parte, a cavalo, em menos de doze dias.
Observe-se, de passagem, que êste projeto não se delineia nos
riscos arbitrários a que se avezam os exploradores de mapas, ou
consoante “o conhecido processo do Tzar Nicolau I, riscando com a
unha do polegar o traçado da estrada de Petersburgo a Moscou”.
Esteia-se em reconhecimentos, certo despidos de azimutes, ou cotas
esclarecedoras de aneróides, mas práticos e concludentes. O primeiro
trecho, normal ao vale do Taruacá, planeado pelo General Taumaturgo
de Azevedo, já se acha em grande parte aberto por um seringueiro de
Cocamera - e estende-se em terrenos tão afeiçoados à marcha que,
depois de concluído o caminho, “ir-se-á do Juruá ao Tarauacá, a
cavalo, em quatro dias” conforme afirma o ex-Prefeito em seu
penúltimo relatório; ao passo que atualmente, para efetuar-se a
mesma viagem, “em vapor, que faça poucas escalas e dobre a foz do
Tarauacá, consomem-se 15 dias, no mínimo”.
O segmento intermediário, de Barcelona ou Nôvo Destino à
confluência do Caeté, no Iaco, por sua vez estudado pela Prefeitura
do Alto-Purus, é de execução facílima, todo desatado sobre breve
altiplano livre das inundações. E o último, do Iaco ao Acre, tem há
muito tempo um tráfego permanente.
Deste modo a grande estrada de 726 km, unindo os três
departamentos, e capaz de prolongar-se de um lado até ao Amazonas,
pelo Javari, e de outro até ao Madeira, pelo Abunã, está de todo
reconhecida, e na maior parte trilhada.
A intervenção urgentíssima do Govêrno Federal impõe-se como dever
elementaríssimo de aviventar e reunir tantos esforços parcelados.
Deve consistir porém no estabelecimento de uma via férrea - a única
estrada de ferro urgente e indispensável no Território do Acre.
Atalhemos uma objeção inicial.
A fisiografia amazônica figura-se sempre obstáculo indispensável a
tais empresas. Mas os que a agitam, em argumentos que temos por
escusado reproduzir, não podem, certo, compreender as linhas férreas
da Índia. De fato, no Industão pròpriamente dito, o nivelamento
superficial, o solo aluviano de areias e argilas acumuladas em
espessuras indefinidas, e as características climáticas,
patenteiam-se em condições idênticas. Ali, como na Amazônia, os rios
destacam-se pela grandeza, volumes excessivos nas cheias, amplitudes
das inundações, e volubilidade dos canais nos leitos divagantes. Os
nulla incontáveis, serpeantes por toda a banda, desenham-se na
hidrografia caótica dos igarapés; e o Purus, o Juruá, o Acre e seus
tributários, não variam tanto de curso e de regime quanto o Ganges e
os rios de Punjab, cujas pontes foram o maior problema que resolveu
a engenharia inglesa.
Na Índia, como entre nós, não faltaram profissionais apavorados
ante as dificuldades naturais - esquecidos de que a engenharia
existe precisamente para vencê-las. Ao discutir-se o memorandum
Kennedy, onde germinou a viação indu, o Coronel Grant, do corpo de
engenheiros de Bombaim, pilheriou sisudamente, propondo com a maior
seriedade que os trilhos se suspendessem em todo o correr das linhas
por meio de séries regulares de cadeias, em rijos postes
fronteantes, a oito pés acima do solo... E desafiou o humor
magnífico de seus fleugmáticos colegas. Os rígidos railroadmen
replicaram-lhe tempos depois, esmagadoramente, com a West Indian
Peninsular, e nobilitaram toda a engenharia de estradas de ferro
obedecendo a uma de suas fórmulas mais civilizadoras, enunciada por
Mac-George: “In every country it is necessary that railway should be
ladi out with references to the distribuition of population and to
the necessities of people, rather than to the mere physical
characteristics of its geography...”
Ora, no caso atual, ainda esses caracteres físicos e geográficos
evidenciam-se favoráveis.
A estrada de Cruzeiro do Sul ao Acre não irá, como as do Sul do
nosso país, justapondo-se à diretriz dos grandes vales, porque tem
um destino diverso. Estas últimas, sobretudo em S. Paulo, são tipos
clássicos de linhas de penetração: levam o povoamento ao âmago da
terra. Naquele recanto amazônico esta função, como o vimos, é
desempenhada pelos cursos d’água. À linha planeada resta o destino
de distribuir o povoamento, que já existe. É uma auxiliar dos rios.
Corta-lhes, por isto, transversa, os vales.
Daí esta conseqüência inegável: adapta-se, naturalmente, mercê da
própria direção, às deprimidas áreas divisórias dos afluentes
laterais, e, acompanhando-os, forra-se em grande parte aos
empecilhos daquela hidrografia embaralhada.
Por outro lado, ao sul do paralelo de 8º persiste, certo, o
facies predominante da enorme várzea amazonense. Mas atenuado. A
inconstância tumultuária das águas não se retrata em curvas tão
numerosas e volúveis. Os terrenos, expandindo-se em ondulações
ligeiras com a altitude média, absoluta, de 200 metros, são, no
geral, firmes e a cavaleiro das enchentes. Trilhamo-los em vários
pontos. Está-se, visívelmente, sobre formações mais antigas,
definidas e estáveis, que as da imensa planura pós-quaternária onde
ainda se adivinham as derradeiras transformações geológicas do
Amazonas, no conflito inevitável entre os cursos d’água inconstantes
e a várzea inconsistente.
Além disto, os obstáculos naturais, reduzem-nos, ou amortecem-nos,
os traçados que se lhes afeiçoes. A via férrea em questão deve
modelar-se pelas condições técnicas menos dispendiosas a um primeiro
estabelecimento - caracterizando-se, sobretudo, por uma via singela,
de bitola reduzida, de 0,76 m ou 0,91 m, ou no máximo de 1,0 m entre
trilhos, que lhe permita os maiores declives e as menores curvas,
dando-lhe plasticidade para volver-se em busca dos terrenos mais
altos e estáveis, que lhe alteiem o grado acima das zonas inundadas
em traçados quase à flor da terra. Deve nascer como nasceram as
maiores estradas atuais: trilhos de 18 quilos, no máximo, por metro
corrente, capazes de locomotivas de escasso pêso aderente de 15 a 20
toneladas; curvas que se arqueiem até aos raios de 50 metros; e
declives que se aprumem até 5% submetidos a todos os movimentos do
solo.
Não os tem muito melhores a Central Pacific, de Nevada, com a sua
bitola estreita, sem balastro, serpeando com a mesma levidade de
trilhos em curvas de 90 metros, e tornejando pendores em rampas
inclassificáveis. Ou o Transiberiano, onde locomotivas de 30
toneladas, rebocando 1/6 de pêso aderente sobre trilhos de 19
quilos, andando com a velocidade de 20 km por hora, não raro
recuavam, desandando, constrangidas, se encontravam de frente,
repelindo-as, ponteiras, as ventanias ríspidas das estepes...
Sem dúvida, de uma tal superestrutura, a que se liga o imperfeito
do material rodante, de tração ou transporte, resultará
reduzidíssima capacidade de tráfego. Mas a linha acreana, a exemplo
da Union Pacific Railway, não vai satisfazer um tráfego, que não
existe, senão criar o que deve existir.
Como as norte-americanas, construir-se-á aceleradamente, para
reconstruir-se vagarosamente.
É um processo generalizado. Todas as grandes estradas, no evitarem
os empeços que se lhes antolham transpondo as depressões e iludindo
os maiores cortes com os mais primitivos recursos que lhes facultem
um rápido estiramento dos trilhos, erigem-se nos primeiros tempos
como verdadeiros caminhos de guerra contra o deserto, imperfeitos,
selvagens. E como para justificar o asserto, o primeiro engenheiro
das suas obras rudimentares - que hoje se fazem como há dois mil
anos - de suas estacadas, de suas pontes e pontilhões de madeira mal
lavradas, superpostas em linhas sobre os styli fixi dos tanchões
roliços, é César.
Depois evolvem; e crescem, aperfeiçoando os elementos da sua
estrutura complexa, como se fossem enormes organismos vivos.
FIM