segunda-feira, 24 de fevereiro de 2014

HEIDEGGER: LA FRASE DE NIETZSCHE "DIOS HA MUERTO"





LA FRASE DE NIETZSCHE «DIOS HA MUERTO»

Martin Heidegger

Traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte en HEIDEGGER, M., Caminos de bosque, Madrid, 1996, pp. 190-240.


La siguiente explicación intenta orientar hacia ese lugar desde el que, tal vez, podrá plantearse un día la pregunta por la esencia del nihilismo. La explicación tiene su raíz en un pensamiento que comienza a ganar claridad por primera vez en lo tocante a la posición fundamental de Nietzsche dentro de la historia de la metafísica occidental. La indicación ilumina un estadio de la metafísica occidental que, presumiblemente, es su estadio final, porque en la medida en que con Nietzsche la metafísica se ha privado hasta cierto punto a sí misma de su propia posición esencial, ya no se divisan otras posibilidades para ella. Tras la inversión efectuada por Nietzsche, a la metafísica solo le queda pervertirse y desnaturalizarse. Lo suprasensible se convierte en un producto de lo sensible carente de toda consistencia. Pero, al rebajar de este modo a su opuesto, lo sensible niega su propia esencial la destitución de lo suprasensible también elimina a lo meramente sensible y, con ello, a la diferencia entre ambos. La destitución de los suprasensible termina en un «ni esto... ni aquello» en relación con la distinción entre lo sensible (aÞsyhtñn) y lo no-sensible (nohtñn). La destitución aboca en lo sin-sentido. Pero aún así, sigue siendo el presupuesto impensado e inevitable de los ciegos intentos por escapar a lo carente de sentido por medio de una mera aportación de sentido.
En lo que sigue, la metafísica siempre será pensada como la verdad de lo ente en cuanto tal en su totalidad, no como la doctrina de un pensador. El pensador tiene siempre su posición filosófica fundamental en la metafísica. Por eso, la metafísica puede recibir el nombre de un pensador. Pero esto no quiere decir en absoluto, según la esencia de la metafísica aquí pensada, que la correspondiente metafísica sea el resultado y la propiedad de un pensador en su calidad de personalidad inscrita en el marco público del quehacer cultural. En cada fase de la metafísica se va haciendo visible un fragmento de camino que el destino del ser va ganando sobre lo ente en bruscas épocas de la verdad. El propio Nietzsche interpreta metafísicamente la marcha de la historia occidental, concretamente como surgimiento y despliegue del nihilismo. Volver a pensar la metafísica de Nietzsche se convierte en una meditación sobre la situación y el lugar del hombre actual, cuyo destino, en lo tocante a la verdad, ha sido escasamente entendido todavía. Toda meditación de este tipo, cuando pretende ser algo más que una vacía y repetitiva crónica, pasa por encima de aquello que concierne a la meditación. Pero no se trata de un mero situarse por encima o más allá, ni tampoco de una simple superación. Que meditemos sobre la metafísica de Nietzsche no significa que ahora también y muy especialmente tengamos en cuenta su metafísica, además de su ética, su teoría del conocimiento y su estética, sino que intentamos tomarnos en serio a Nietzsche en cuanto pensador. Pues bien, para Nietzsche, pensar también significa representar lo ente en cuanto ente. Todo pensar metafísico es, por lo tanto, onto-logia o nada de nada.
La meditación que intentamos hacer aquí precisa de un sencillo paso previo, casi imperceptible, del pensar. Al pensar preparatorio le interesa iluminar el terreno de juego dentro del que el propio ser podría volver a inscribir al hombre en una relación originaria en lo tocante a su esencia. La preparación es la esencia de tal pensar.
Este pensamiento esencial -que, por lo tanto, siempre y desde cualquier punto de vista es preparatorio-, se dirije hacia lo imperceptible. Aquí, cualquier colaboración pensante, por muy torpe y vacilante que sea, constituye una, ayuda esencial. La colaboración pensante se convierte en una invisible semilla, nunca acreditada por su validez o utilidad, que tal vez nunca vea tallo o fruto ni conozca la cosecha. Sirve para sembrar o incluso para preparar el sembrado.
A la siembra le precede el arado. Se trata de desbrozar un campo que debido al predominio inevitable de la tierra de la metafísica tuvo que permanecer desconocido. Se trata de comenzar por intuir dicho campo, de encontrarlo y finalmente cultivarlo. Se trata de emprender la primera marcha hacia ese campo. Existen muchos caminos de labor todavía ignorados. Pero a cada pensador le está asignado un solo camino, el suyo, tras cuyas huellas deberá caminar, en uno y otro sentido, una y otra vez, hasta poder mantenerlo como suyo, aunque nunca le llegue a pertenecer, y poder decir lo experimentado y captado en dicho camino.
Tal vez el título «Ser y Tiempo» sea una señal indicadora que lleva a uno de estos caminos. De acuerdo con la implicación esencial de la metafísica con las ciencias -exigida y perseguida una y otra vez por la propia metafísica- y teniendo en cuenta que dichas ciencias forman parte de la propia descendencia de la metafísica, el pensar preparatorio también tendrá que moverse durante un tiempo en el círculo de las ciencias, porque éstas siguen pretendiendo ser, bajo diversas figuras, la forma fundamental del saber y lo susceptible de ser sabido, ya sea con conocimiento de causa, ya sea por el modo en que se hacen valer y actúan. Cuanto más claramente se aproximen las ciencias hacia la esencia técnica que las predetermina y señala, tanto más decisivamente se explica la pregunta por esa posibilidad del saber a la que aspira la técnica, así como por su naturaleza, sus límites y sus derechos.
Del pensar preparatorio y de su consumación forma parte una educación del pensar en el corazón de las ciencias. Encontrar la forma adecuada para que dicha educación del pensar no se confunda ni con la investigación ni con la erudición, es sumamente difícil. Esta pretensión siempre está en peligro, sobre todo cuando el pensar tiene que empezar por encontrar siempre y al mismo tiempo su propia estancia. Pensar en medio de las ciencias significa: pasar junto a ellas sin despreciarlas.
No sabemos qué posibilidades le reserva el destino de la historia occidental a nuestro pueblo y a Occidente. La configuración y disposición externas de estas posibilidades no son tampoco lo más necesario en un primer momento. Lo importante es sólo que aprendan a pensar juntos los que quieren aprender y, al mismo tiempo, que enseñando juntos a su manera, permanezcan en el camino y estén allí en el momento adecuado.
La siguiente explicación se mantiene, por su intención y su alcance, dentro del ámbito de la experiencia a partir de la que fue pensada «Ser y Tiempo». El pensar se ve interpelado incesantemente por ese acontecimiento que quiere que en la historia del pensamiento occidental lo ente haya sido pensado desde en relación con el ser, pero que la verdad del ser permanezca impensada y que, en cuanto posible experiencia, no sólo le sea negada al pensar, sino que el propio pensamiento occidental, concretamente bajo la figura de a metafísica nos oculte el acontecimiento de esa negativa aunque sea sin saberlo.
Por eso, el pensar preparatorio se mantiene necesariamente dentro del ámbito de la meditación histórica. Para ese pensar, la historia no es la sucesión de épocas, sino una única proximidad de lo mismo, que atañe al pensar en imprevisibles modos del destino y con diferentes grados de inmediatez.
Ahora se trata de meditar sobre a metafísica de Nietzsche. Su pensamiento se ve bajo el signo del nihilismo. Éste es el nombre para un movimiento histórico reconocido por Nietzsche que ya dominó en los siglos precedentes y también determina nuestro siglo. Su interpretación es resumida por Nietzsche en la breve frase: «Dios ha muerto».
Se podría suponer que la expresión «Dios ha muerto» enuncia una opinión del ateo Nietzsche y por lo tanto no pasa de ser una toma de postura personal y en consecuencia parcial y fácilmente refutable apelando a la observación de que hoy muchas personas siguen visitando las iglesias y sobrellevan las pruebas de la vida desde una confianza cristiana en Dios. Pero la cuestión es si la citada frase de Nietzsche es sólo la opinión exaltada de un pensador -del que siempre se puede objetar correctamente que al final se volvió loco- o si con ella Nietzsche no expresa más bien la idea que dentro de la historia de Occidente, determinada metafísicamente, se ha venido pronunciando siempre de forma no expresa. Antes de apresurarnos a tomar una postura, debemos intentar pensar la frase «Dios ha muerto» tal como está entendida. Por eso, haremos bien en evitar toda cuanta opinión precipitada acude de inmediato a la mente al oír algo tan terrible.
Las siguientes reflexiones intentan explicar la frase de Nietzsche desde ciertos puntos de vista esenciales. Insistamos una vez más: la frase de Nietzsche nombra el destino de dos milenios de historia occidental. Faltos de preparación como estamos todos, no debemos creer que podemos cambiar dicho destino por medio de una conferencia sobre la fórmula de Nietzsche, ni tan siquiera que lleguemos a conocerlo suficientemente. Pero, de todos modos, ahora será necesario que nos dejemos aleccionar por la meditación y que en el camino de ese aleccionamiento aprendamos a meditar.
Naturalmente, una explicación no debe limitarse a extraer el asunto del texto, sino que también debe a aportar algo suyo al asunto, aunque sea e manera imperceptible y sin forzar las cosas. Es precisamente esta aportación lo que el profano siempre siente como una interpretación exterior cuando la mide por el rasero de lo que él considera el contenido del texto y que con el derecho que se autoatribuye, critica tachándola de arbitraria. Sin embargo, una adecuada explicación nunca comprende mejor el texto de lo que lo entendió su autor, sino simplemente de otro modo. Lo que pasa es que ese otro modo debe ser de tal naturaleza que acabe tocando lo mismo que piensa el texto explicado.
Nietzsche enunció por vez primera la fórmula «Dios ha muerto» en el tercer libro del escrito aparecido en 1882 titulado «La gaya ciencia». Con este escrito comienza el camino de Nietzsche en dirección a la construcción de su postura metafísica fundamental. Entre este escrito y los inútiles esfuerzos en torno a la configuración de la obra principal que había planeado aparece publicado «Así habló Zarathustra». La obra principal planeada nunca fue concluida. De manera provisional debía llevar el título «La voluntad de poder» y como subtítulo «Intento de una transvaloración de todos los valores».
El chocante pensamiento de la muerte de un dios, del morir de los dioses, ya le era familiar al joven Nietzsche. En un apunte de la época de elaboración de su primer escrito, «El origen de la tragedia», Nietzsche escribe (1870): «Creo en las palabras de los primitivos germanos: todos los dioses tienen que morir». El joven Hegel dice así al final del tratado « Fe y saber» (1802): el «sentimiento sobre el que reposa la religión de la nueva época es el de que Dios mismo ha muerto». La frase de Hegel piensa algo distinto a la de Nietzsche, pero de todos modos existe entre ambas una conexión esencial escondida en la esencia de toda metafísica. La frase que Pascal toma prestada de Plutarco: «Le gran Pan est mort» (Pensées, 695), también entra en el mismo ámbito, aunque sea por motivos opuestos.
Escuchemos en primer lugar cuáles son las palabras exactas del texto completo, el número 125, de la obra « La gaya ciencia». El texto se titula « El loco» y reza así:

El loco.-¿No habéis oído hablar de ese loco que encendió un farol en pleno día y corrió al mercado gritando sin cesar: «¡Busco a Dios!, ¡Busco a Dios!». Como precisamente estaban allí reunidos muchos que no creían en Dios, sus gritos provocaron enormes risotadas. ¿Es que se te ha perdido?, decía uno. ¿Se ha perdido como un niño pequeño?, decía otro. ¿O se ha escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Se habrá embarcado? ¿Habrá emigrado? -así gritaban y reían todos alborotadamente. El loco saltó en medio de ellos y los traspasó con su mirada. «¿Que a dónde se ha ido Dios? -exclamó-, os lo voy a decir. Lo hemos matado: ¡vosotros y yo! Todos somos sus asesinos. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hicimos, cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde caminará ahora? ¿Hacia dónde iremos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos caemos continuamente? ¿Hacia adelante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes? ¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos roza el soplo del espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No viene siempre noche y más noche? ¿No tenemos que encender faroles a mediodía? ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿No nos llega todavía ningún olor de la putrefacción divina? ¡También los dioses se descomponen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios permanece muerto! !Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo podremos consolarnos, asesinos entre los asesinos? Lo más sagrado y poderoso que poseía hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos lavará esa sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos? ¿Qué ritos expiatorios, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la grandeza de este acto demasiado grande para nosotros? ¿No tendremos que volvernos nosotros mismos dioses para parecer dignos de ellos? Nunca hubo un acto más grande y quien nazca después de nosotros formará parte, por mor de ese acto, de una historia más elevada que todas las historias que hubo nunca hasta ahora.» Aquí, el loco se calló y volvió a mirar a su auditorio: también ellos callaban y lo miraban perplejos. Finalmente, arrojó su farol al suelo, de tal modo que se rompió en pedazos y se apagó. «Vengo demasiado pronto -dijo entonces-, todavía no ha llegado mi tiempo. Este enorme suceso todavía está en camino y no ha llegado hasta los oídos de los hombres. El rayo y el trueno necesitan tiempo, la luz de los astros necesita tiempo, los actos necesitan tiempo, incluso después de realizados, a fin de ser vistos y oídos. Este acto está todavía más lejos de ellos que las más lejanas estrellas y, sin embargo, son ellos los que lo han cometido.» Todavía se cuenta que el loco entró aquel mismo día en varias iglesias y entonó en ellas su Requiem aeternam deo. Una vez conducido al exterior e interpelado contestó siempre esta única frase: « ¿Pues, qué son ahora ya estas iglesias, más que las tumbas y panteones de Dios?».

Cuatro años más tarde (1886), Nietzsche le añadió un quinto libro a los cuatro de que se componía «La gaya ciencia», titulándolo «Nosotros, los que no tenemos temor». El primer texto de dicho libro (aforismo 343) está titulado: «Lo que pasa con nuestra alegre serenidad». El pasaje comienza así: «El suceso más importante de los últimos tiempos, que ‘Dios ha muerto’, que la fe en el dios cristiano ha perdido toda credibilidad, comienza a arrojar sus primeras sombras sobre Europa.»
Esta frase nos revela que la fórmula de Nietzsche acerca de la muerte de Dios se refiere al dios cristiano. Pero tampoco cabe la menor duda -y es algo que se debe pensar de antemano- de que los nombres Dios y dios cristiano se usan en el pensamiento de Nietzsche para designar al mundo suprasensible en general Dios es e nombre para el ámbito de las ideas los ideales. Este ámbito de lo suprasensible pasa por ser, desde Platón o mejor dicho, desde la interpretación de la filosofía platónica llevada a cabo por el helenismo y el cristianismo, el único mundo verdadero y efectivamente real. Por el contrario, el mundo sensible es sólo el mundo del más acá un mundo cambiante por lo tanto meramente aparente, irreal. El mundo del más acá es el valle de lágrimas en oposición a la montaña de la eterna beatitud de más allá. Si, como ocurre todavía en Kant, llamamos al mundo sensible‘mundo físico’ en sentido amplio, entonces el mundo suprasensible es el mundo metafísico.
La frase «Dios ha muerto» significa que el mundo suprasensible ha perdido su fuerza efectiva. No procura vida. La metafísica, esto es, para Nietzsche, la filosofía occidental comprendida como platonismo, ha llegado al final. Nietzsche comprende su propia filosofía como una reacción contra la metafísica, lo que para él quiere decir, contra el platonismo.
Sin embargo, como mera reacción, permanece necesariamente implicada en la esencia de aquello contra lo que lucha, como le sucede a todos los movimientos contra algo. El movimiento de reacción de Nietzsche contra la metafísica es, como mero desbancamiento de ésta, una implicación sin salida dentro de la metafísica de tal modo, que ésta se disocia de su esencia y, en tanto que metafísica, no consigue pensar nunca su propia esencia. Y así, para la metafísica y por causa de ella, permanece oculto eso que ocurre precisamente dentro de ella y en tanto que ella misma.
Si Dios, como fundamento suprasensible y meta de todo lo efectivamente real, ha muerto, si el mundo suprasensible de las ideas ha perdido toda fuerza vinculante y sobre todo toda fuerza capaz de despertar y de construir, entonces ya no queda nada a lo que el hombre pueda atenerse y por lo que pueda guiarse. Por eso se encuentra en el fragmento citado la pregunta: «¿No erramos a través de una nada infinita?». La fórmula «Dios ha muerto» comprende la constatación de que esa nada se extiende. Nada significa aquí ausencia de mundo suprasensible y vinculante. El nihilismo, «el más inquietante de todos los huéspedes», se encuentra ante la puerta.
El intento de explicar la frase de Nietzsche «Dios ha muerto» debe ponerse al mismo nivel que la tarea de interpretar qué quiere decir Nietzsche con nihilismo, con el fin de mostrar su propia postura respecto a éste. Como, sin embargo, ese nombre se usa a menudo a modo de lema y término provocador, y también muy a menudo como palabra peyorativa y condenatoria, es necesario saber lo que significa. No basta con reclamarse como poseedor de la fe cristiana o alguna convicción metafísica para estar ya fuera del nihilismo. Del mismo modo, tampoco todo el que se preocupa por la nada y su esencia es un nihilista.
Parece que gusta usar ese nombre en un tono como si el mero adjetivo nihilista ya bastase, sin añadirle ningún pensamiento a la palabra, para suministrar la prueba de que una meditación sobre la nada precipita ya en la nada y comporta la instauración de la dictadura de la nada.
En general, habrá que preguntar si el nombre nihilismo, pensado estrictamente en el sentido de la filosofía de Nietzsche, sólo tiene un significado nihilista, es decir, negativo, un significado que empuja hacia una nada anuladora. Así pues, visto el uso confuso y arbitrario de la palabra nihilismo, será necesario -antes de una explicación concreta sobre lo que el propio Nietzsche dice acerca del nihilismo- ganar el correcto punto de vista desde el que podemos permitirnos preguntar por el nihilismo.
El nihilismo es un movimiento histórico, no cualquier opinión o doctrina sostenida por cualquier persona. El nihilismo mueve la historia a la manera de un proceso fundamental, apenas conocido, del destino de los pueblos occidentales. Por lo tanto, el nihilismo no es una manifestación histórica entre otras, no es sólo una corriente espiritual que junto a otras, junto al cristianismo, el humanismo y la ilustración, también aparezca dentro de la historia occidental.
Antes bien, el nihilismo, pensado en su esencia es el movimiento fundamental de la historia de Occidente. Muestra tal profundidad, que su despliegue sólo puede tener como consecuencia catástrofes mundiales. El nihilismo es el movimiento histórico mundial que conduce a los pueblos de la tierra al ámbito de poder de la Edad Moderna. Por eso, no es sólo una manifestación de la edad actual, ni siquiera un producto del siglo XIX, a pesar de que fue entonces cuando se despertó la agudeza visual para captarlo y su nombre se tornó habitual. El nihilismo no es tampoco el producto de naciones aisladas cuyos pensadores y escritores hablen expresamente de él. Aquellos que se creen libres de él, son tal .vez los que más a fondo lo desarrollan. Del carácter inquietante de este inquietante huésped forma parte el hecho de no poder nombrar su propio origen.
El nihilismo tampoco inaugura su predominio en los lugares en que se niega al dios cristiano, se combate el cristianismo o por lo menos, con actitud librepensadora, se predica un ateísmo vulgar. Mientras sigamos limitándonos a ver solamente los diversos tipos de incredulidad que reniegan del cristianismo, bajo sus variadas manifestaciones, nuestra mirada quedará presa de la fachada externa y más precaria del nihilismo. El discurso del loco dice precisamente que la frase «Dios ha muerto» no tiene nada en común con las opiniones confusas y superficiales de los que «no creen en dios». Aquellos que son no creyentes de este modo, no están todavía en absoluto afectados por el nihilismo como destino de su propia historia.
Mientras entendamos la frase «Dios ha muerto» solamente como fórmula de la falta de fe, la estaremos interpretando teológico-apologéticamente y renunciando a lo que le interesa a Nietzsche, concretamente la meditación que reflexiona sobre lo que ha ocurrido ya con la verdad del mundo suprasensible y su relación con la esencia del hombre.
El nihilismo, en el sentido de Nietzsche, no tapa por lo tanto en absoluto ese estado representado de manera puramente negativa que supone que ya no se puede creer en el dios cristiano de la revelación bíblica, y hay que saber que Nietzsche no entiende por cristianismo la vida cristiana que tuvo lugar una vez durante un breve espacio de tiempo antes de la redacción de los Evangelios y de la propaganda misionera de Pablo. El cristianismo es, para Nietzsche, la manifestación histórica, profana y política de la Iglesia y su ansia de poder dentro de la configuración de la humanidad occidental y su cultura moderna. El cristianismo en este sentido y la fe cristiana del Nuevo Testamento, no son lo mismo. También una vida no cristiana puede afirmar el cristianismo y usarlo como factor de poder, en la misma medida en que una vida cristiana no necesita obligatoriamente del cristianismo. Por eso, un debate con el cristianismo no es en absoluto ni a toda costa un ataque contra lo cristiano, así como una crítica de la teología no es por eso una crítica de la fe, cuya interpretación debe ser tarea de la teología. Mientras pasemos por alto estas distinciones esenciales nos moveremos en las bajas simas de las luchas entre diversas visiones del mundo.
En la frase «Dios ha muerto», la palabra Dios, pensada esencialmente, representa el mundo suprasensible de los ideales, que contienen la meta de esta vida existente por encima de la vida terrestre y, así, la determinan desde arriba y en cierto modo desde fuera. Pero si ahora la verdadera fe en Dios, determinada por la Iglesia, se va moviendo hacia adelante, si, sobre todo, la doctrina de la fe, la teología, en su papel como explicación normativa de lo ente en su totalidad, se ve limitada y apartada, no por eso se rompe la estructura fundamental por la que una meta situada en lo suprasensible domina la vida terrestre y sensible.
En el lugar de la desaparecida autoridad de Dios y de la doctrina de la Iglesia, aparece la autoridad de la conciencia, asoma la autoridad de la razón. Contra ésta se alza el instinto social. La huida del mundo hacia lo suprasensible es sustituida por el progreso histórico. La meta de una eterna felicidad en el más allá se transforma en la de la dicha terrestre de la mayoría. El cuidado del culto de la religión se disuelve en favor del entusiasmo por la creación de una cultura o por la extensión de la civilización. Lo creador, antes lo propio del dios bíblico se convierte en distintivo del quehacer humano. Este crear se acaba mutando en negocio.
Lo que se quiere poner de esta manera en el lugar del mundo suprasensible son variantes de la interpretación del mundo cristiano-eclesiástica y teológica, que había tomado prestado su esquema del ordo, del orden jerárquico de lo ente, del mundo helenístico-judaico, cuya estructura fundamental había sido establecida por Platón al principio de la metafísica occidental.
El ámbito para la esencia el acontecimiento del nihilismo es la propia metafísica, siempre que supongamos que bajo este nombre no entendemos una doctrina o incluso una disciplina especial de la filosofía, sino la estructura fundamental de lo ente en su totalidad, en la medida en que éste se encuentra dividido entre un mundo sensible y un mundo suprasensible y en que el primero está soportado y determinado por el segundo. La metafísica es el espacio histórico en el que se convierte en destino el hecho de que el mundo suprasensible, las ideas, Dios, la ley moral la autoridad de la razón, el progreso, la felicidad de la mayoría la cultura y la civilización, pierdan su fuerza constructiva y se anulen. Llamamos a esta caída esencial de lo suprasensible su descomposición. La falta de fe en el sentido de la caída del dogma cristiano, no es por lo tanto nunca la esencia y el fundamento del nihilismo, sino siempre una consecuencia del mismo; efectivamente, podría ocurrir que el propio cristianismo fuese una consecuencia y variante del nihilismo.
Partiendo de esta base podemos reconocer ya el último extravío al que nos vemos expuestos a la hora de captar o pretender combatir el nihilismo. Como no se entiende el nihilismo como un movimiento histórico que existe desde hace mucho tiempo y cuyo fundamento esencial reposa en la propia metafísica, se cae en la perniciosa tentación de considerar determinadas manifestaciones que ya son y sólo son consecuencias del nihilismo como si fueran éste mismo o en la de presentar las consecuencias y efectos como las causas del nihilismo. En la acomodación irreflexiva a este modo de representación se ha adquirido desde hace décadas la costumbre de presentar el dominio de la técnica o la rebelión de las masas como las causas de la situación histórica del siglo y de analizar la situación espiritual de la época desde este punto de vista. Pero cualquier análisis del hombre y de su posición dentro de lo ente, por aguda e inteligente que sea, sigue careciendo siempre de reflexión y lo único que provoca es la apariencia de una meditación, mientras se abstenga de pensar en el lugar donde reside la esencia del hombre y de experimentarlo en la verdad del ser.
Mientras sigamos confundiendo el nihilismo con lo que sólo son sus manifestaciones, la postura respecto al mismo será siempre superficial. Tampoco se irá más lejos por el hecho de armarse de un cierto apasionamiento en su rechazo basado en el descontento con la situación del mundo, en una desesperación no del todo confesada, en el desánimo moral o en la superioridad autosuficiente del creyente.
Frente a esto debemos comenzar por meditar. Por eso le preguntamos ahora al propio Nietzsche qué entiende por nihilismo y dejamos por ahora abierta la cuestión de si, con su comprensión, Nietzsche ya acierta y puede acertar con la esencia del nihilismo.
En una anotación del año 1887 Nietzsche plantea la pregunta (Voluntad de Poder, afor. 2): «¿Qué significa nihilismo?». Y contesta: «Que los valores supremos han perdido su valor».
Esta respuesta está subrayada y acompañada de la siguiente explicación: «Falta la meta, falta la respuesta al ‘porqué’».
De acuerdo con esta anotación, Nietzsche concibe el nihilismo como un proceso histórico. Interpreta tal suceso como la desvalorización de los valores hasta entonces supremos. Dios, el mundo suprasensible como mundo verdaderamente ente que todo lo determina, los ideales e ideas, las metas y principios que determinan y soportan todo lo ente y, sobre todo, la vida humana, todas estas cosas son las que se representan aquí como valores supremos. Según la opinión que todavía sigue siendo usual, por valores supremos se entiende lo verdadero, lo bueno y lo bello: lo verdadero, esto es, lo verdaderamente ente; lo bueno, esto es, lo que siempre importa en todas partes; lo bello, esto es, el orden y la unidad de lo ente en su totalidad. Pero los valores supremos ya se desvalorizan por el hecho de que va penetrando la idea de que el mundo ideal no puede llegar a realizarse nunca dentro del mundo real. El carácter vinculante de los valores supremos empieza a vacilar. Surge la pregunta: ¿para qué esos valores supremos si no son capaces de garantizar los caminos y medios para una realización efectiva de las metas planteadas en ellos?
Ahora bien, si quisiéramos entender al pie de la letra la definición de Nietzsche según la cual la esencia del nihilismo es la pérdida de valor de los valores supremos, obtendríamos una concepción de la esencia del nihilismo que entretanto se ha vuelto usual, en gran medida gracias al apoyo del propio título nihilismo y que supone que la desvalorización de los valores supremos significa, evidentemente, la decadencia. Lo que ocurre es que, para Nietzsche, el nihilismo no es en absoluto únicamente una manifestación de decadencia, sino que como proceso fundamental de la historia occidental es, al mismo tiempo y sobre todo, la legalidad de esta historia. Por eso, en sus consideraciones sobre el nihilismo, a Nietzsche no le interesa tanto describir históricamente la marcha del proceso de desvalorización de los valores supremos, para acabar midiendo la decadencia de Occidente, como pensar el nihilismo en tanto que «lógica interna» de la historia occidental.
Procediendo así, Nietzsche reconoce que a pesar de la desvalorización de los valores hasta ahora supremos para el mundo, dicho mundo sin embargo sigue ahí y que ese mundo en principio privado de valores tiende inevitablemente a una nueva instauración de valores. Después de la caída de los valores hasta ahora supremos, la nueva instauración de valores se transforma, en relación con los valores anteriores, en una «transvaloración de todos los valores». El no frente a los valores precedentes nace del sí a la nueva instauración de valores. Como en ese sí, según la opinión de Nietzsche, no se encierra ningún modo de mediación y ninguna adecuación respecto a los valores anteriores, el no incondicionado entra dentro de ese nuevo sí a la nueva instauración de valores. A fin de asegurar la incondicionalidad del nuevo sí frente a la recaída en los valores anteriores, esto es, a fin de fundamentar la nueva instauración de valores como movimiento de reacción, Nietzsche designa también a la nueva instauración de valores como nihilismo, concretamente como ese nihilismo por el que la desvalorización se consuma en una nueva instauración de valores, la única capaz de ser normativa. Nietzsche llama a esta fase normativa del nihilismo el nihilismo «consumado», esto es, clásico. Nietzsche entiende por nihilismo la desvalorización de los valores hasta ahora supremos. Pero al mismo tiempo afirma el nihilismo en el sentido de «transvaloración de todos los valores anteriores». Por eso, el nombre nihilismo conserva una polivalencia de significado y, desde un punto de vista extremo, es en todo caso ambiguo, desde el momento en que designa por un lado a la mera desvalorización de los valores hasta ahora supremos, pero al mismo tiempo se refiere al movimiento incondicionado de reacción contra la desvalorización. En este sentido es también ambiguo eso que Nietzsche presenta como forma previa del nihilismo: el pesimismo. Según Schopenhauer, el pesimismo es la creencia por la que en el peor de estos mundos la vida no merece la pena de ser vivida ni afirmada. Según esta doctrina, hay que negar la vida y esto quiere decir también lo ente como tal en su totalidad. Este pesimismo es, según Nietzsche, el «pesimismo de la debilidad». No ve en todas partes más que el lado oscuro, encuentra para todo un motivo de fracaso y pretende saber que todo acabará en el sentido de una catástrofe total. Por el contrario, el pesimismo de la fuerza, en cuanto fuerza, no se hace ilusiones, ve el peligro y no quiere velos ni disimulos. Se da cuenta de lo fatal que resulta una actitud de observación pasiva, de espera de que retorne lo anterior. Penetra analíticamente en las manifestaciones y exige la conciencia de las condiciones y fuerzas que, a pesar de todo, aseguran el dominio de la situación histórica.
Una meditación más esencial podría mostrar cómo en eso que Nietzsche llama «pesimismo de la fuerza» se consuma la rebelión del hombre moderno en el dominio incondicionado de la subjetividad dentro de la subjetidad de lo ente. Por medio del pesimismo, en su forma ambigua, los extremos se hacen a la luz. Los extremos obtienen, como tales, la supremacía. Así surge un estado en el que se agudizan las alternativas incondicionadas hasta moverse entre un o esto o lo otro. Se inicia un «estado intermedio» en el que se manifiesta, por un lado, que la realización efectiva de los valores hasta ahora supremos no se cumple. El mundo parece carente de valores. Por otro lado, en virtud de esta concienciación, la mirada escudriñadora se orienta hacia la fuente de la nueva instauración de valores, sin que el mundo recupere por eso su valor.
Sin embargo, a la vista de cómo se conmueven los valores anteriores, también se puede intentar otra cosa. Efectivamente, aunque Dios, en el sentido del dios cristiano, haya desaparecido del lugar que ocupaba en el mundo suprasensible, dicho lugar sigue existiendo aun cuando esté vacío. El ámbito ahora vacío de lo suprasensible y del mundo ideal puede mantenerse. Hasta se puede decir que el lugar vacío exige ser nuevamente ocupado y pide sustituir al dios desaparecido por otra cosa. Se erigen nuevos ideales. Eso ocurre, según la representación de Nietzsche (Voluntad de Poder, afor. 1.021 del año 1887), por medio de las doctrinas de la felicidad universal y el socialismo así como por medio de la música de Wagner, esto es, en todos los sitios en los que el «cristianismo dogmático no tiene más recursos». Así es como aparece el «nihilismo incompleto». A este respecto Nietzsche dice así (Voluntad de Poder, afor. 28 del año 1887): «El nihilismo incompleto, sus formas: vivimos en medio de ellas. Los intentos de escapar al nihilismo, sin necesidad de una transvaloración de los valores anteriores traen como consecuencia lo contrario y no hacen sino agudizar el problema».
Podemos resumir el pensamiento de Nietzsche sobre el nihilismo incompleto de manera más clara y precisa diciendo: es verdad que el nihilismo incompleto sustituye los valores anteriores por otros, pero sigue poniéndolos en el antiguo lugar, que se mantiene libre a modo de ámbito ideal para lo suprasensible. Ahora bien, el nihilismo completo debe eliminar hasta el lugar de los valores, lo suprasensible en cuanto ámbito, y por lo tanto poner los valores de otra manera, transvalorarlos.
De aquí se deduce que para el nihilismo completo, consumado y, por tanto, clásico, se precisa ciertamente de la «transvaloración de todos los valores anteriores», pero que la transvaloración no se limita a sustituir los viejos valores por otros nuevos. Esa transvaloración es una inversión de la manera y el modo de valorar. La instauración de valores necesita un nuevo principio, esto es, renovar aquello de donde parte y donde se mantiene. La instauración de valores precisa de otro ámbito. Ese principio ya no puede ser el mundo de lo suprasensible ahora sin vida Por eso el nihilismo que apunta a la inversión así entendida, buscará lo que tenga más vida. De este modo, el propio nihilismo se convierte en «ideal de la vida pletórica» (Voluntad de Poder, afor. 14 del año 1887). En este nuevo valor supremo se esconde otra consideración de la vida, esto es, de aquello en lo que reside la esencia determinante de todo lo vivo. Por eso queda por preguntar qué entiende Nietzsche por vida.
La indicación acerca de los diferentes grados y formas del nihilismo muestra que, según la interpretación de Nietzsche, el nihilismo es siempre una historia en la que se trata de los valores, la institución de valores, la desvalorización de valores, la inversión de valores, la nueva instauración de valores y, finalmente y sobre todo, de la disposición, con otra manera de valorar, del principio de toda instauración de valores. Las metas supremas, los fundamentos y principios de lo ente, los ideales y lo suprasensible, Dios y los dioses, todo esto es comprendido de antemano como valor. Por eso, sólo entenderemos suficientemente el concepto de Nietzsche de nihilismo si sabemos qué entiende Nietzsche por valor. Sólo entonces comprenderemos la frase «Dios ha muerto» tal como fue pensada. La clave para comprender la metafísica de Nietzsche es una explicación suficientemente clara de lo que piensa con la palabra valor.
En el siglo XIX se vuelve usual hablar de valores y pensar en valores. Pero sólo se hizo verdaderamente popular gracias a la difusión de las obras de Nietzsche. Se habla de valores vitales, de valores culturales, de valores eternos, del orden y rango de los valores, de los valores espirituales, que se cree encontrar, por ejemplo, en la Antigüedad. Gracias a una ocupación erudita con la filosofía y a la reforma del neokantismo se llega a la filosofía de los valores. Se construyen sistemas de valores y en ética se persiguen los estratos de valores. Hasta la teología cristiana determina a Dios, el summum ens qua summum bonum, como el valor supremo. Se considera a la ciencia como libre de valores y se arroja a las valoraciones del lado de las concepciones del mundo. El valor y todo lo que tiene que ver con el valor se convierte en un sustituto positivo de lo metafísico. La frecuencia con que se habla de valores está en paralelo con la indefinición del concepto. Dicha indefinición, a su vez, está en paralelo con la oscuridad del origen de la esencia del valor en el ser. Aun suponiendo que ese valor tan reclamado no sea nada, no por eso deja de verse obligado a tener su esencia en el ser.
¿Qué entiende Nietzsche por valor? ¿En qué se funda la esencia del valor? ¿Por qué la metafísica de Nietzsche es la metafísica de los valores?
En una anotación (1887/88) Nietzsche dice lo que entiende por valor (Voluntad de Poder, afor. 715): « El punto de vista del ‘valor’ es el punto de vista de las condiciones de conservación y aumento por lo que se refiere a formaciones complejas de duración relativa de la vida dentro del devenir».
La esencia del valor reside en ser punto de vista. Valor se refiere a aquello que la vista toma en consideración. Valor significa el punto de visión para un mirar que enfoca algo o, como decimos, que cuenta con algo y por eso tiene que contar con otra cosa. El valor está en relación interna con un tanto, con un quantum y con el número. Por eso, los valores (Voluntad de Poder, afor. 710 del año 1888) se ponen siempre en relación con una «escala de números medidas». Subsiste la cuestión de dónde se fundamenta a su vez la escala de aumento y disminución.
Gracias a la caracterización del valor como punto de vista aparece algo esencial para el concepto de valor de Nietzsche: en cuanto punto de vista, dicho concepto es planteado siempre por un mirar y para él. Este mirar es de tal naturaleza que ve en la medida en que ha visto; que a visto en la medida en que ha situado ante sí, ha representado a lo vislumbrado como tal y, de este modo o ha dispuesto. Es sólo por medio de este poner representador como el punto necesario para ese enfocar hacia algo y así guiar la órbita de visión de este ver, se convierte en punto de visión, es decir, en aquello que importa a la hora de ver y de todo hacer guiado por la vista. Por lo tanto, los valores no son ya de antemano algo en sí de tal modo que pudieran ser tomados ocasionalmente como puntos de vista.
El valor es valor en la medida en que vale. Vale, en la medida en que es dispuesto en calidad de aquello que importa. Así, es dispuesto por un enfocar y mirar hacia aquello con lo que hay que contar. El punto de visión, la perspectiva, el círculo de visión significan aquí vista y ver en un sentido determinado por los griegos, aunque teniendo en cuenta la transformación sufrida por la idea desde el significado de eädow al de perceptio. Ver es ese representar que, desde Leibniz, es entendido expresamente bajo el rasgo fundamental de la aspiración (appetitus). Todo ente es representador, en la medida en que al ser de lo ente le pertenece el nisus el impulso de aparecer en escena que ordena a algo que aparezca (manifestación) y de este modo determina su aparición. La esencia caracterizada como nisus de todo ente se entiende de esta manera y pone para sí misma un punto de vista que indica la perspectiva que hay que seguir. El punto de vista es el valor.
Según Nietzsche, con los valores en tanto que puntos de vista se establecen «las condiciones de conservación y aumento». La propia manera que tiene de escribir estas palabras en su lengua, sin la conjunción «y» entre conservación y aumento, que ha sido sustituida por un guión de unión *, le sirve a Nietzsche para hacer notar que los valores, en cuanto puntos de vista, son esencialmente, y por lo tanto siempre, condiciones de la conservación y el aumento. En donde se disponen valores hay que considerar siempre ambos tipos de condición, de tal modo que permanezcan unitariamente en mutua relación. ¿Por qué? Evidentemente solo porque lo ente mismo, en su aspiración y representación, es de tal modo en su esencia que necesita de ese doble punto de visión. ¿De qué son condiciones los valores como puntos de vista si tienen que condicionar al mismo tiempo la conservación y el aumento?
Conservación y aumento caracterizan los rasgos fundamentales de la vida, los cuales se pertenecen mutuamente dentro de sí. A la esencia de la vida le toca el querer crecer, el aumento. Toda conservación de vida se encuentra al servicio del aumento de vida. Toda vida que se limita únicamente a la mera conservación es ya una decadencia. Por ejemplo, para un ser vivo asegurarse el espacio vital nunca es una meta, sino sólo un medio para el aumento de vida. Viceversa, una vida aumentada acrecienta la necesidad anterior de ampliar el espacio. Pero no es posible ningún aumento si no existe ya y se conserva un estado asegurado y sólo de ese modo capaz de aumento. Lo vivo es por tanto una «formación compleja de vida» constituida por la unión de ambos rasgos fundamentales, el aumento y la conservación. Los valores, en su calidad de puntos de vista, guían la visión hacia «la contemplación de las formaciones complejas». La visión es, en cada caso, visión de una mirada vital que domina sobre todo ser vivo. Desde el momento en que dispone los puntos de visión para los seres vivos, la vida se muestra en su esencia como instauradora de valores (vid. Voluntad de Poder, afor. 556 del año 1885/86).
Las «formaciones complejas de vida» dependen de las condiciones de una conservación y una permanencia tal que lo permanente sólo permanece a fin de volverse no permanente en el aumento. La duración de esta formación compleja de la vida reposa en la relación alternante de conservación y aumento. Por eso, es sólo relativa. Sigue siendo una «duración relativa» de lo vivo, esto es, de la vida.
Según las palabras de Nietzsche, el valor es «punto de vista de las condiciones de conservación y aumento por lo que se refiere a formaciones complejas de duración relativa de la vida dentro del devenir». La palabra devenir, sola y sin determinar, no significa ni aquí, ni en general en el lenguaje de los conceptos de la metafísica de Nietzsche, algún modo de fluir de todas las cosas, el mero cambio de los estados, ni tan siquiera alguna evolución o desarrollo indeterminado. «Devenir» significa el tránsito de una cosa a otra, ese movimiento y movilidad que Leibniz llama en su Monadología (parágrafo 11) changements naturels y que domina a través del ens qua ens, esto es, del ens percipiens et appetens. Nietzsche piensa ese dominio en tanto que rasgo fundamental de todo lo efectivamente real, es decir, en un sentido amplio, de lo ente. Eso que determina de este modo a lo ente en su essentia lo concibe como «voluntad de poder».
Si Nietzsche cierra su caracterización de la esencia del valor con la palabra devenir hay que concluir que esa palabra final nos señala el ámbito fundamental al que únicamente y en general pertenecen los valores y la instauración de valores. «El devenir» es, para Nietzsche, « la voluntad de poder». La «voluntad de poder» es por tanto el rasgo fundamental de la «vida», palabra que Nietzsche también usa a menudo en un sentido amplio que la pone al mismo nivel que el «devenir» dentro de la metafísica (vid. Hegel). Voluntad de poder, devenir, vida y ser en su sentido más amplio significan en lenguaje de Nietzsche lo mismo (Voluntad de Poder, afor. 582 del año 1885/86 y afor. 689 del año 1888). Dentro del devenir, la vida, esto es, lo vivo, se configura en centros respectivos de la voluntad de poder. Estos centros son en consecuencia formaciones de poder. Es en cuanto tales como Nietzsche entiende el arte, el Estado, la religión, la ciencia la sociedad. Por eso puede decir (Voluntad de Poder, afor. 715) lo siguiente: «‘Valor' es esencialmente el punto de vista para la consolidación o la debilitación de estos centros de dominio» (concretamente en lo tocante a su carácter de dominio).
En la medida en que, en la demarcación de la esencia del valor que hemos presentado, Nietzsche concibe a ésta como condición con carácter de punto de vista para el aumento y la conservación de la vida, pero entiende que la vida se fundamenta en el devenir como voluntad de poder, dicha voluntad de poder se desvela como aquello que establece esos puntos de vista. La voluntad de poder es la que estima según valores a partir de su «principio interno» (Leibniz), en tanto que nisus en el esse del ens. La voluntad de poder es el fundamento para la necesidad de instauración de valores y el origen de la posibilidad de una valoración. Por eso dice Nietzsche (Voluntad de Poder, afor. 14 del año 1887: «Los valores y su transformación se encuentran en relación con el aumento de poder del que plantea los valores.»
Aquí se hace evidente que los valores son las condiciones de la voluntad de poder puestas por ella misma. Sólo allí, en donde la voluntad de poder hace su aparición como rasgo fundamental de todo lo efectivamente real, esto es, allí en donde se torna verdadera y, por consiguiente, es concebida como la realidad efectiva de todo lo efectivamente real, se muestra de dónde surgen los valores y por medio de qué es soportada y guiada toda valoración. Ahora se reconoce el principio de la instauración de valores. La instauración de valores es a partir de ahora realizable «principalmente», esto es, a partir del ser en tanto que fundamento de lo ente.
Por eso, la voluntad de poder es al mismo tiempo, en tanto que ese principio reconocido y por consiguiente querido, el principio de una nueva instauración de valores. Es nueva, porque se consuma por primera vez conscientemente a partir del saber de su principio. Es nueva, porque se asegura ella misma de su principio y mantiene fijamente esa seguridad a modo de un valor planteado a partir de dicho principio. Pero la voluntad de poder es, en cuanto principio de la nueva instauración de valores y en relación con los valores anteriores, el principio de la transvaloración de todos los valores anteriores. Como, sin embargo, los valores hasta ahora supremos dominaban sobre lo sensible desde las alturas de lo suprasensible y dado que la estructura de este dominio es la metafísica, tenemos que con la instauración del nuevo principio de transvaloración de todos los valores se consuma la inversión de toda metafísica. Nietzsche considera esta inversión como una superación de la metafísica. Pero, cegándose a sí misma, toda inversión de este tipo sigue estando siempre implicada en lo mismo, que se ha vuelto irreconocible.
Ahora bien, en la medida en que Nietzsche concibe el nihilismo como la legalidad en la historia de la desvalorización de los valores hasta ahora supremos, pero concibe la desvalorización en el sentido de una transvaloración de todos los valores, según su interpretación, el nihilismo reside en el dominio y el desmoronamiento de los valores y, por lo tanto, en la posibilidad de una instauración de valores en general. Esta misma se fundamenta en la voluntad de poder. Por eso es por lo que la frase de Nietzsche «Dios ha muerto» y su concepto del nihilismo sólo se pueden pensar suficientemente a partir de la esencia de la voluntad de poder. Por eso, cuando explicamos qué piensa Nietzsche con la fórmula «voluntad de poder», que él mismo acuñó, damos el último paso en dirección al esclarecimiento de la consabida frase.

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